Mireia Ladios es enfermera del Hospital del Vinalopó y madre de un niño de cuatro años con las alimentarias más comunes en los pequeños. Conoce de primera mano las dificultades de adaptar la vida familiar y todo el entorno a su alergia: «Supimos que nuestro hijo era alérgico el primer día que le dimos a probar la lactancia artificial, con seis meses; tras la ingesta su reacción fue inmediata, empezó con urticaria y habones que no se resolvieron hasta ser tratados con corticoides primero en el centro de atención primaria y luego en el hospital».

Lo primero fue un susto, después llegó el diagnóstico (proteína de la leche de vaca y huevo) y conocer el tratamiento que puede favorecer que la alergia mejore o desaparezca: «El 85% de los niños superan las alergias alimentarias en los tres primeros años de vida, solo había que evitar a toda costa el alérgeno tanto como ingrediente como en trazas», cuenta. Lo que parece una pauta sencilla es en realidad un mundo, pues, además de cambiar la dieta del niño, cambió la suya para mantener la lactancia materna, pero asimismo «la falta de información en el etiquetado de los alimentos respecto a alérgenos me obligó a limitar mi alimentación considerablemente, porque ante la duda, ni tomaba el alimento ni se lo ofrecía a mi hijo; esto hizo que iniciara un largo camino de múltiples llamadas, emails y búsquedas en internet consultando a empresas de alimentación sobre sus productos...». Comprar cada cosa en un supermercado para completar una cesta de la compra básica fue otra de las rutinas que llegó a la vida familiar, aunque, según su experiencia, «este tema está cambiado con la nueva legislación europea y la declaración obligatoria de alérgenos en el etiquetado, aunque sigue siendo necesario hacer la "ruta del supermercado" para conseguir lo que necesitas».

A los dos años de vida de su hijo, al repetir la analítica con la esperanza de que hubiese mejorado, «los niveles de IgE total habían empeorado considerablemente y mostraban que sería también alérgico a los frutos secos, al marisco y al molusco, sin haberlos probado nunca».

En ese punto, hubo que revisar todos los productos con los que tenía contacto, incluso el material escolar («uno se sorprende cuando descubre que tizas y pinturas contienen leche»). Ha habido que aprender a cocinar (sobre todo la repostería y panadería) y afrontar retos como explicarle a un niño que tiene cuatro años lo que no puede comer aunque lo coman los demás, confiar en un restaurante o en el autobús escolar...

«Hasta la fecha, hemos tenido que acudir en dos ocasiones por anafilaxia al hospital, en ambas fruto del descuido de cuidadores profesionales a cargo de nuestro hijo», expone Mireia Ladios, quien lejos de reproches está agradecida al colegio: «Afortunadamente la activación del protocolo escolar del niño alérgico y la administración del autoinyector de adrenalina por parte del personal del centro ha permitido evitar consecuencias trágicas», tal y como relata

Los colegios, la formación de los cuidadores o la restauración son los campos en los que más queda por hacer: «Todos los centros escolares deberían poder garantizar la formación específica para poder atender una situación de urgencia como estas, evitar conductas de riesgo como celebraciones con comida o promocionar actividades inclusivas», opina. Los agradecimientos se extienden a la Asociación Española de Personas con Alergia a Alimentos y Látex o al Servicio de Alergología y Pediatría del Hospital del Vinalopó, «por su apoyo a las familias que, como nosotros, conviven con personas alérgicas».