Lleva 20 años de conserje en el colegio Ferrández Cruz y es toda una institución entre los alumnos de varias generaciones en un centro emblemático del centro de la ciudad. Nada más sonar el timbre del patio hacen cola ante su garita, uno para pedir una servilleta porque se ha manchado con el bocadillo, otra para que le ponga una tirita. Antes estuvo en La Marina, San Antón, Miguel Hernández y Candalix y después de 28 años de profesión se jubila en quince días, cuando cumpla los 65. Ayer quiso despedirse de los niños invitándoles a un helado y revolucionó el recreo.

¿Cómo afronta su inminente cambio de vida?

Por un lado me da pena, pero por otro es ley de vida. Dice un vecino mío que los jubilados somos como los «danones», que nos tienen que retirar de la estantería. Hay muchos niños que no lo saben todavía, se están enterando ahora.

¿Qué significa ser conserje de un centro escolar?

Yo he sido el padre, el abuelo y de todo para los niños. Cuando saqué la plaza no pensaba que los chiquitos eran todos tan estupendos. El más malo tiene cosas buenas, alguno es revoltoso pero a veces no sabemos por qué y hay que saber llegar a ellos. Desde que son chiquitos se dan cuenta de todo, de lo bueno y de lo malo, aunque a veces nos creemos que no. Para mí los mejores amigos son los críos.

¿Cuáles han sido sus responsabilidades?

Todo lo que haga falta, por ejemplo el otro día a Claudia le quité un diente. ¿A que sí? -le dice a ella, que se le abraza- y luego se le perdió en el patio. Vino con un disgusto... ¿Y qué hizo Manolo? Díselo tú -le dice a ella, que contesta en voz bajita, avergonzada-, pues le escribimos juntos una carta al Ratón Pérez, y al final le trajo cinco euros y una chocolatina.