A Francisco Camps se le notaba feliz en Elche, estuvo a la altura de los mejores monologuistas del país, con un público entregado por completo en el Centro de Congresos que ovacionó sus momentos estelares, que los tuvo, y muchos, mientras en la calle le esperaban pancartas de protesta por la Ley de Dependencia.

Me encantó el monólogo de Francisco Camps en Elche. Estuvo a la altura de los mejores de «El Club de la Comedia». ¡Qué gestos!, ¡qué chistes!, ¡qué ironía! Y el público, entregado por completo, ovacionando sus momentos estelares, que los tuvo, y muchos. El título no me quedó claro, pero, por el énfasis que puso en la intervención, en un Centro de Congresos abarrotado, bien podría ser «Papeleo, papeleo, papeleo...» o «No se puede vivir del pasado».

El argumento que escogió era espinoso y serio, la situación de los autónomos en el país en general, y en la Comunidad en particular, pero supo introducir, al estilo de los grandes humoristas, un sujeto objeto de burla, Rodríguez Zapatero, y hasta construir una historia personal que mantuvo en vilo al personal. Camps, –Paco, dijo que le llamáramos–, creció en una familia de pequeños empresarios, por lo que «sé lo que es la ilusión y la angustia, la alegría y la preocupación. Levantar todos los días la persiana y esperar que alguien entre», narró en un estilo propio de Charles Dickens.

Estuvo francamente inspirado cuando comparó el gobierno con un negocio. «Gobernar es tener mentalidad de mediano y pequeño empresario» y recomendó a Zapatero ir a Francia, Reino Unido y Alemania para «ver a la competencia». «Pero él no sabe», apuntó alguien desde el público, «y no quiere», remató Camps. Confianza es la palabra clave sobre la que vertebró el monólogo. Confianza y optimismo, pero dejó claro, entre aplausos, que, para los autónomos, «se ha hundido la confianza».

Me gustó especialmente que no pecara de modesto, al estilo Andreu Buenafuente, y se arrogara el mérito de instalar en Elche la Universidad Miguel Hernández, «en contra de la cual firmó Zapatero como diputado de la oposición», de invertir «60.000 millones de pesetas en ocho años en hospitales, palacios de Justicia, centros de salud...» y que tuviera un punto lírico al asegurar que la relación entre los votantes y los políticos es «como el amor. Hay que trabajarlo todos los días y no se puede vivir del pasado».

A Camps se le notaba feliz en Elche. No en vano estaba junto a Mercedes Alonso, la alcaldable del PP, un ejemplo de disciplina de partido, a quien dedicó no pocos piropos. La calificó de «huracán» y por ella y su empuje dijo estar dispuesto a dejar a Rita Barberá «para empadronarme aquí y votar a Mercedes Alonso», lo que encendió a los asistentes en vítores.

Con semejante declaración de principios Camps salió del auditorio entre rosas, parte de las 2.100 que repartió el PP como símbolo, de un color rosa subido, de la variedad «travel». «La rosa del PP, que no tiene espinas, ni pincha». Sin embargo, fuera del Centro de Congresos le esperaban algunas espinas en forma de pancartas de los trabajadores del Instituto Valenciano de Atención al Discapacitado, que le tiraron al interior de la furgoneta sus reivindicaciones, así como de la Ley de Dependencia. Es lo que tiene ser un artista.