Rodeado de cientos de flores, espero en silencio que se abra el féretro y salgas. Y lo hagas como tantas otras veces, con un mohín de fastidio, con un gesto de desaprobación, con una frase con las que nos engañarás y que acabará con una de tus gracias, con esa mirada clara que ya nunca más volverá. Ramón Manuel Irles Quirant, de 55 años de edad, Ramón Irles para el gremio de dentistas, Ramón para su familia y amigos e Irles para los que le vieron jugar en las categorías inferiores del Elche Club de Fútbol, ha muerto. Nos dejó el sábado en la cima del Montcabrer, cerca del cielo, haciendo lo que más le gustaba, vivir, y con la persona que era su razón de ser, su mujer Fini Sánchez.

Viene a este obituario a INFORMACIÓN no sólo por haber sido futbolista reconocible en uno de los mejores equipos del Elche Juvenil que ha conocido Santiago Gambín, lo que son palabras mayores, aquel que ganó el Torneo Internacional de Ginebra, en 1979, frente al Liverpool, el Atalanta, el PSG o el Grasshopper-Club Zürich, viene porque fue un ejemplo de vida para todos. Jugaba de 7, de extremo izquierda, y Gambín, para explicar cómo driblaba, tiene que compararlo con Joaquín, del Real Betis. En aquel equipo de niños-hombres, contra equipos mayores en edad que el suyo, también formaron Manolo Quesada, Horacio, Carrazoni, Campello, Silos o Cañizares, bajo la batuta del siempre eterno Patricio Soto. Jugó después en el Deportivo Ilicitano, allí le conocí, a través de una crónica de un partido memorable que hizo en el Martínez Valero. Nunca olvidé aquel apellido del que no supe nada más de él hasta que la vida, por otros derroteros, nos unió. Entrenó muchas veces con el primer equipo, como tantos canteranos, aunque nunca llegó a debutar, algo que siempre ha formado parte del ADN de este club, que ha despreciado a los futbolistas que formó por buenos que estos pudieran ser. Siempre que lo recordaba, le envolvía una sombra de amargura en el recuerdo.

La persona ejemplar que conocimos en Ramón se crió al amparo del fútbol y de la huerta, que fueron los dos motores que le inculcaron todo lo que nos dio. Contaba que su padre, Manolo, le hacía recoger melones en verano y el premio al final de la temporada era el carné de abonado del Elche. Después, cuando jugó, le acompañaba a todos los partidos y el haber tenido a su padre, a su madre, Rosa, y a su hermana, Susi, tan cerca siempre de él explica esa pasión que tenía por las personas. Por todas. Protésico dental de profesión, se casó hace 26 años y tenía dos hijos, Sofía y Adrián, de 16 y 13 años. Pero ellos no eran su única familia. Tuvo la suerte de tener dos padres y dos madres, porque hizo de sus suegros, Fernando -El Pescatero- y Fina, parte de él. Contaba cosas de ellos, de esa pareja que siempre se recordará en Elche por ir de la mano, con el orgullo y fervor de un hijo. Pero su familia éramos todos los que le conocimos y que nos habíamos convertido en parte de su vida, y el de la nuestra, de un día a día que comenzaba sin descanso de lunes a domingo a las seis de la mañana. Quizá usted piense que esto no tiene un mérito. Eso es porque no conocían a Ramón o porque yo soy incapaz de explicárselo mejor. Allá donde fuera se hacía de querer y de reconocer. Cliente impenitente del café de La Royal a las siete de la mañana, de la cena de El Granaíno todos los jueves, con sus amigos Andrés y Vicente, de la cerveza helada del NYC y de comprar con su carrito en el Mercado Central de Elche o el de Santa Pola. Costalero de la Cofradía Santísimo Cristo de la Misericordia -«mientras pueda nunca lo dejaré»- decía- y cristiano que encontraba cobijo y recogimiento muchos domingo en El Salvador. A todos deja una huella que nadie olvidará ni llenará porque nadie volverá a escuchar esa voz grave y seca para saludar con un: «Buenos?» y que todos, todos, le escucharan.

Cada día que pasa desde el sábado me pregunto por qué murió. Eso es algo que todos nos preguntamos. Su familia y sus amigos. Nadie puede morir siendo tan buena persona. Pero tú lo has hecho. Adiós compañero.