Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

A perro flaco...

A perro flaco...

¿Quién puede permanecer todavía impasible ante el tsunami de corrupción política que entró hace ya mucho tiempo arrasando las costas de Cataluña e Islas Baleares, inundó la Comunidad Valenciana, Murcia y Andalucía y se instaló en el interior, especialmente, en la Comunidad de Madrid, sin que ni un solo rincón de este país se esté librando de los graves daños causados por su general extensión e intensidad?

Quién desconoce aún que cada día se destapan nuevos estragos, causados por cientos de indeseables políticos en perjuicio de los millones de ciudadanos que les confían el dinero de sus impuestos para administrarlos, auxiliar a los más necesitados, mejorar la sanidad, educación, calles, carreteras, demás servicios e inversiones públicas, y no para que destinen gran parte de ello a enriquecerse y a fines ilícitos, como si el dinero público fuera suyo.

¿Acaso no saben que a nadie le gustan los impuestos, que la ciudadanía se ve obligada a soportarlos como un mal necesario?, ¿se desconoce que las obligaciones fiscales exigen trabajar la mitad del año para Hacienda, cumpliendo ese papel al que se refería Ronald Reagan, cuando dijo que «el contribuyente es el único que trabaja para la Administración sin tener que aprobar unas oposiciones» y que, aunque lo hace a la fuerza y a regañadientes, porque lo exigen las leyes, su único consuelo es que se destine al bien común?

Se sabe que las normas tributarias son imperfectas, que debieran haberse corregido desde tiempo atrás; que la presión fiscal es excesivamente alta, en particular, para las rentas del trabajo, que se complementa con unas cotizaciones sociales que la agravan; y es laxa para otras clases de rendimientos. Se sabe que la medición y valoración de los beneficios y otros ingresos se hace, en muchos casos, a ojo de buen cubero; que se paga sobre lo que se gana, no sobre el neto, al no descontar ni un céntimo por los gastos, aunque sean obligados e imprescindibles, como los de alimentación, sanitarios, educacionales, alquileres, etc. Se sabe que, aún después de haberse diezmado los sueldos con las retenciones y los impuestos directos, por lo que se consume, con lo que queda, se han de pagar más impuestos, en general, un 21% del IVA, y además, los impuestos especiales, cuando se trata de carburantes, tabaco, bebidas alcohólicas, consumo de electricidad, seguros, etc.

Se sabe que Hacienda, que no es una sino trina, en sus categorías estatal, autonómica y local, vigila como el Gran Hermano, y controla los ahorros para aplicar, en su caso, el Impuesto de Patrimonio, y si se hacen transmisiones de los bienes usados y de los derechos a terceros, el ITP; y si se escrituran estas y otras actuaciones, el AJD. Y se sabe que hasta aparece en el lecho de muerte, para exigir el Impuesto de Sucesiones. No vale adelantarse donando los bienes y el dinero que resta, después de tantos impuestos, ni aún a los seres cercanos, o a quien se tercie, porque se habrá de pagar el impuesto de donaciones.

Y no menos daño hacen los municipios, que no permanecen indiferentes ante el fenómeno fiscal, sino que gravan, y de qué modo, los bienes inmuebles con el IBI, al que deberían dedicar una estatua en las plazas de cada pueblo, porque tiran de él hasta dejar escuálidos los bolsillos de los propietarios, lo que es dañino en el caso de la vivienda, cuyo uso, desde la Constitución, se declara como un derecho fundamental ciudadano. Y gravan la posesión de vehículos, con el impuesto del mismo nombre; y el ejercicio de actividades empresariales con el IAE, y la construcción, instalaciones y obras, con el ICIO; y la venta de inmuebles urbanos, por la presunción de plusvalías, aunque se pierda, y pese a que ya se tributa por ello en el IRPF.

Y aún se han de pagar las tasas por la prestación de servicios a las administraciones públicas, por el empleo del alcantarillado, retirada de basuras, por los vados, aparcamientos, y el canon de saneamiento del agua, y por muchas otras historias que los políticos se arrogan como justas, aunque deberían sentir sonrojo al aprobarlas, en esa especie de cuento de nunca acabar que inventaron hace tantos años y que sigue y sigue creciendo.

Se sabe de la insatisfacción de los contribuyentes, y de la necesidad de mejorar las leyes. Unas leyes que se aprueban no vaya usted a saber cómo, porque, como decía Otto Von Bismark, «las leyes, como ocurre con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen». Se sabe que hay que depurar sus contenidos, que deben reducirse las prebendas y beneficios fiscales que se conceden, generalmente, a los más pudientes, a las grandes compañías. Que se han de perseguir las actividades ilícitas, que bajo nombres celestiales o no amparan la prostitución y la drogadicción, esclavizan a mujeres y causan dependencias dramáticas en jóvenes y ciudadanos, y llevándose después el dinero a los paraísos fiscales. Se sabe todo ello, y poco o nada se hace.

No se tendrían que dejar pendientes de gravamen los impuestos a las sicav, fondos de inversión, etc., y debería imperar el principio de neutralidad impositiva, que excluye privilegios a cualquier bien y sector salvo por razones humanitarias, y el de generalidad, que obliga a todos los que tienen capacidad económica a tributar. Hay que gravar a fuego en la mente del legislador que la amnistía y las regularizaciones fiscales, son perversiones que no pueden aparecer en la ley, porque conllevan una discriminación odiosa contra los contribuyentes honrados.

Sabido todo ello, es preciso que los políticos tengan conciencia clara de que el dinero que el fisco extrae de nuestros bolsillos sólo puede tener como destino el legal y nunca el derroche, la malversación, el latrocinio ni a la financiación ilegal de los partidos. Los bolsillos de los políticos deben de ser de cristal, transparentes, y el dinero que a ellos alcance debe ser sólo fruto de su trabajo no por su participación ilegal en concesiones, recalificaciones y otras actuaciones espurias.

Es tan opuesto al buen comportamiento todo lo que cada día aflora en temas de malversación, que los ciudadanos están hartos y muestran su malestar a poco que se les pregunte. La percepción ciudadana sobre la corrupción en España, según el último sondeo de Metroscopia, pone en evidencia que el 96% de los españoles considera que aún hay corrupción por destapar, y su hastío ante el poco efecto de las medidas legales, las excusas de dimisiones ejemplarizantes, lo poco que sirven las actuaciones policiales, y el desconocimiento de dónde han ido a parar los caudales supermillonarios escondidos y no devueltos al acervo común por quienes han abusado de la confianza del pueblo, haciendo el mayor daño imaginable a la moralidad y a la ética fiscal de este país. Cada vez más, el ciudadano ejemplar entiende el aserto del estadista John Marshall, «el poder de aplicar impuestos incluye el poder de destruir», especialmente, cuando parte de la recaudación acaba en el vertedero.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats