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Un difunto todavía vivo

Un difunto todavía vivo

Parece que, por fin, el Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana, alias plusvalía municipal, terminará en el cementerio de los tributos, su sitio natural, porque algunos tribunales, primero, y después el Constitucional, le han dado la repulsa que merecía al engendro fiscal que hasta ahora permanecía en el sistema como un muerto viviente, pero causando daños desmedidos a diestra y siniestra.

Digo esto, porque, en el año 1988, cuando se gestó la última reforma de la Hacienda Local, todos los implicados estaban absolutamente de acuerdo en acabar con esta reliquia, de nombre muy semejante, pero de similar estructura, que gravaba injustamente las hipotéticas plusvalías municipales. Así que decidieron suprimir el impuesto, porque sometía a una doble imposición, en cuanto que ya se sometían a exacción en los impuestos sobre la renta -IRPF, IS o IRNR e ISD- y además, de forma más real o cierta, al tener en cuenta los valores durante su tiempo de tenencia en manos del transmitente.

Al darse por muerto el impuesto municipal preexistente ya no se incluyó en el proyecto de reforma ningún otro sobre el mismo o parecido hecho imponible. Sin embargo, a última hora, como si se tratara del Ave Fenix, resurgió de sus cenizas, debido al temor de los municipios a que, con el nuevo sistema impositivo no alcanzaran suficientes ingresos para atender los gastos locales. A resultas de la petición de la Federación Española de Municipios y Provincias, se conservó el impuesto en vez de darle cumplida sepultura; se modificó sin cambiar su anacrónica estructura, quedando como un impuesto voluntario, que fue acogido con fruición por los principales municipios, más interesados en recaudar que en ser justos, y se le practicaron algunos retoques, lanzándolo de nuevo al mundo para gravar las plusvalías ficticias derivadas sólo del suelo urbano, sin impedir, por su forma de gravarlas, que siguiera actuando extramuros de la capacidad económica.

Después de 30 años

Ha sido necesario que hayan transcurrido casi treinta años para que, primero otros tribunales, y después el Constitucional, hayan precisado lo que tantas veces he apuntado en esta columna y en otros foros: que el impuesto no puede exigirse cuando en la realidad se obtienen pérdidas en la venta, transmisión o donación de inmuebles, siempre que éstas pueden demostrarse. Es desestimado el método administrativo previsto en la ley para calcular la base imponible o plusvalía gravada, sin que pueda prevalecer sobre la realidad cuando ésta arroja pérdidas e incluso, diríamos, un menor beneficio del que arroje la absurda fórmula contemplada en el texto refundido de la Ley.

Ni que decir tiene que la mayor injusticia se daba cuando se exigía en los casos de embargo bancario, con pérdida de las cantidades satisfechas, y aún quedando como deudor el comprador hipotecado, en una modalidad de estafa que clamaba al cielo y cuya subsanación, ya anticipada, ha quedado respaldada con la sentencia del Tribunal Constitucional, en relación con la Norma Foral de Guipúzcoa sobre el impuesto, al sostener que no puede exigirse al vendedor de un inmueble el pago que grava un incremento de valor cuando este no se ha producido.

Ante la tesitura han saltado las alarmas municipales y la esperanza ciudadana por un previsible cambio que se hace imprescindible en la ley reguladora para acabar con su redacción actual, en cuanto que quiebra la exigencia Constitucional de exigir los impuestos cuando se producen hechos que contienen rentas o ganancias, nunca pérdidas.

Pros y contras

La presencia del impuesto siempre se basó en el carácter especulativo de las transmisiones inmobiliarias; en la conveniencia de atacar más duramente a las realizadas en un tiempo breve, por ser actuaciones meramente especulativas; a que las grandes plusvalías se correspondían con grandes obras públicas o transformaciones urbanísticas y no en mejoras realizadas por el propietario, ni a la alteración del valor monetario. Incluso sostenían sus defensores que es el único impuesto municipal que cuenta con el respaldo explícito de la Constitución, al expresar que «la comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los poderes públicos» (art. 47).

Por el contrario, las posiciones críticas al impuesto rebaten esta última razón, al señalar que la participación de las ciudades en las ganancias ya se procura mediante otros medios: cesión de terrenos a los municipios y que las plusvalías, como he expresado ya son objeto de imposición en los impuestos sobre la renta o en el de Sucesiones y Donaciones. Asimismo, se le acusa de atentar no solo contra el principio de capacidad económica sino contra el de neutralidad, porque ese doble gravamen sólo se produce en caso de transmisiones de inmuebles urbanos, lo que favorece el encarecimiento de éstos, actuando, especialmente, en contra de los precios de la vivienda. Algo que no es nuevo, porque la adicción a gravar a la vivienda de todos los gobiernos, es de sobra conocida e injustamente sufrida.

A mayor abundamiento, el impuesto no recae, como se ha dicho, sobre el verdadero incremento o plusvalía, sino sobre una fracción del valor catastral, un valor administrativo que es nominal, no real, sin hacerlo como debiera, sobre la diferencia entre el valor de venta y el valor de compra, tras aplicar las correcciones debidas a la inflación. Es tan ajeno a la realidad que el resultado a gravar o base imponible, da siempre positivo para el municipio, cuando es obvio que, de la transmisión, se derivan en ocasiones, especialmente en tiempos de crisis, pérdidas o minusvalías. Y tampoco excluye la afección de carácter monetario derivada por el paso del tiempo, descontando los efectos de la inflación, ni suprime del beneficio la parte que se corresponde con las obras realizadas por el contribuyente sobre el terreno, explanaciones, y otras que no son imputables a la acción municipal y que elevan artificialmente el valor de transmisión.

Reclamación

Visto el repudio al impuesto manifestado por los tribunales, deberán los contribuyentes que lo hayan soportado por transmisiones con pérdida y puedan probarla, sin que haya prescrito su derecho a la reclamación, proceder a solicitar la devolución acompañando informe técnico específico sobre el inmueble afectado, que sea acreditativo de la variación de mercado del suelo entre las fechas de adquisición y transmisión del inmueble, como complemento a los valores escriturados.

Y puesto que se trata de un gravamen parcial sobre el valor de la plusvalía del suelo, no de la construcción, sólo de los urbanos, y que las plusvalías inmobiliarias ya son objeto de gravamen en la imposición sobre la renta, debería proceder el Gobierno a la supresión del impuesto, ante la repulsa ciudadana, doctrinal y judicial y porque sobra en el sistema municipal: por agravio, discriminación y por no cumplir con la exigencia de recaer sobre la capacidad económica o hacerlo doblemente; y en todo caso, por despreciar la realidad.

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