Un atardecer, inmerso en un proceso gripal, amodorrado y traspuesto por la febrícula, llegó a mí la imagen de un mastodonte que quería convertirse en el líder dominante del mundo. Observé cómo los votantes más humildes, los inmigrantes que habían llegado años atrás y estaban integrados en el país como ciudadanos de pleno derecho, pensaron con tristeza que, si llegaba a alcanzar la presidencia y cumplía con su xenófoba promesa, ninguno de sus familiares, amigos o paisanos podría entrar en el país que hasta entonces había sido de puertas abiertas, porque se suspenderían los permisos de residencia y seguirían sumergidos en el hambre y la miseria que padecían en sus pueblos infecundos y estériles. Sería el fin del sueño americano.

Sin embargo, pese a su inquietud, su instinto de supervivencia les decía que ellos, debían de ser antes que nadie; que debían defender su estatus, el que les procuraba una vida que, aun no siendo floreciente, era vida, y les permitía soñar que algún día mejoraría y podrían alcanzar el bienestar deseado. Sin embargo, esa vida iba a empeorar si no se les cerraban las puertas a los nuevos inmigrantes, porque éstos acabarían expulsándoles de sus puestos de trabajo a cambio de menores salarios y de ser complacientes porque no exigirían mejoras. Habría que mirar hacia otro lado y votar al indeseable sujeto que tanto decía odiarlos. ¡Qué se le iba a hacer!

Un buen numero de mujeres que se habían horrorizado por las imprecaciones que soltaba contra ellas y sus expresiones machistas, calificándolo de zafio, grosero y prepotente, terminaron creyéndose sus razones; las que antes de las elecciones expuso con su habitual verborrea: sólo se refería a las provocadoras, prostitutas y busconas; jamás lo dijo por las mujeres decentes, nunca por las esposas amantes de sus maridos, ni para las recatadas en el vestir y en el obrar. Únicamente quería meter en cintura a las libertinas, a las que provocaban a sus novios y maridos. Y lo creyeron o quisieron creerle.

Ante la tesitura, las unas se rindieron, y las otras, atraídas por su actitud brabucona y de triunfador acabaron votándolo. Tampoco faltaron quienes lo admiraban por el carácter despótico y absolutista del que se jactaba con mala educación e incontinencia verbal. Así que, por fas o por nefas, el personaje ganó las elecciones y pasó a dirigir aquel gran país; eso sí, a su estilo, porque como suele decirse, la cabra tira al monte, y no tardaría en demostrar que lo suyo era gobernar bajo la incontinencia y el absurdo; tanto que en apenas unos meses las consecuencias alcanzaron todos los rincones del país y del mundo, cumpliéndose las alarmantes previsiones que la oposición, los medios y los analistas internacionales habían presagiado.

La extravagante experiencia no fue un hecho privativo de aquel país, porque otros países de occidente se habían venido contagiando gracias al caldo de cultivo que la crisis había generado; de modo que sus sistemas democráticos dieron paso a otros modelos, absolutistas y dictatoriales, que acabarían sepultando los principios del estado de derecho y poniendo en solfa el anterior statu quo. Así ocurrió en las relaciones del comercio internacional, donde pasó a imperar el proteccionismo y se enterró el concepto de globalización, así como las prácticas moderadas de libre tránsito de personas y mercancías, en un alarde de ceguera socioeconómica que supuso la quiebra de los principios morales, y causa del derrumbe económico y desorden social.

Tuvo que producirse, años más tarde, una gran revolución que diera al traste con aquel movimiento ultra y dictatorial, que había nacido gracias a la ignorancia popular, con la falsa ilusión de que serviría como antídoto y panacea de todos los males surgidos por la mediocridad y defectos de un modelo capitalista rebasado por el abuso de los más fuertes e incapaz de acabar con la delincuencia económica y la avaricia de los lobbies. Un capitalismo despreocupado en ayudar a los más necesitados, con el único objetivo de lograr el máximo enriquecimiento de los poderosos, más indignante aún en los tiempos de recesión y de crisis; en los que todavía se agrandaba más y más la brecha de la desigualdad económica y social.

Así las cosas, todo se hizo tan insostenible que provocó la insurrección y el retorno a tiempos pretéritos, pero con la sabiduría de la experiencia. Los nuevos dirigentes, no tuvieron que inventar nada nuevo para alcanzar el equilibrio y la paz social, para librarse de la corrupción y evitar la extorsión del libre mercado, para conseguir la efectividad del concepto de libre competencia. Bastó con resucitar los cánones griegos de la democracia y perfeccionarlo con las ideas del equilibrio de poderes de Montesquieu, impidiendo caer en la deriva de la preeminencia de lo político y de la malversación económica.

Así fue que para el ejercicio de los tres poderes, se sirvieron de auténticos expertos en el desempeño de las funciones. Ningún ciudadano pudo llegar a la política sin la cautela de haberse graduado en esta área de conocimiento y demostrado su aptitud para desempeñar la función pública bajo el dictado de la ética y la deontología. Las funciones del ejecutivo se limitaron al estricto cumplimiento de las obligaciones presupuestarias, sin preeminencia alguna. Se acabó que el político mandara en todo y pasó a ser mandado y controlado por la ley. Justamente, como también lo fueron el legislador y el juez. Se respetó, por todos y cada uno de los tres poderes, el papel que les correspondía; sin la injerencia de los gobernantes, siguiendo el concepto de justicia que el pueblo exigía, como detentor del único poder, el de la soberanía y como vigilante del equilibrio.

Pese a todo, quienes no se dejaban atrapar por el optimismo y los no pocos escépticos, no dejaban de preguntarse, ¿hasta cuando va a durar el respeto a las leyes por los gobernantes? ¿Hasta cuándo éstos van a seguir conteniéndose sin manipular las normas para inclinarlas en su favor? ¿Hasta cuándo van a controlarse por obtener privilegios y prestaciones económicas ilícitas? y ¿hasta cuándo seguirán absteniéndose para no manipular a los altos tribunales, ni decidir sobre su composición, y con ello, favorecer que las grandes resoluciones y sentencias caigan de su lado?

Aquellas y otras preguntas se quedaron sin respuesta en el limbo de la ensoñación, porque desperté inesperadamente. Ahora, ya despabilado lo expongo; pensando que aquel episodio onírico contenía no pocas dosis de realismo en la trama, y no menos de optimismo en su desenlace. Pero es que los sueños, como dijo Calderón, sueños son. O lo que es peor, como dijo Jardiel Poncela, «muy pocos se cumplen, la mayoría se roncan».