Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Cóctel peligroso

Los datos económicos conocidos este jueves echan más leña al fuego de la desconfianza y la credibilidad, al expresar graves errores de cálculo en los principales indicadores económicos de los pasados años

Cóctel peligroso

Cuando, desde la perspectiva que nos da el tiempo transcurrido, analizamos la Gran Recesión, juzgamos esta etapa, todavía hoy no superada, sus terribles consecuencias y los escasos frutos alcanzados, como una década perdida, porque, pese a su larga duración, sus efectos han superado lo imaginable. Se ha deteriorado el crecimiento, causado el retroceso, o en el mejor de los casos el estancamiento económico y social, y muy poco hemos aprendido de tan dura experiencia, que no ha provocado un nuevo orden económico.

El mundo occidental poco va a beneficiarse de tan amarga experiencia al no haberse alcanzado un modelo de crecimiento que sea capaz de contener los altos niveles de desigualdad, la pobreza creciente, el descomunal desempleo, ni mejorado las expectativas, ni la investigación, ni la innovación tecnológica. El modelo de capitalismo sigue adoleciendo de desequilibrios, y más todavía el español. Un capitalismo al que se le ha calificado de «amiguismo», de afianzamiento de los oligopolios, los privilegios y la corrupción; atributos indeseables que aun así, campan por sus fueros como males endémicos de difícil solución.

En este tiempo, las clases baja y media se han precipitado a posiciones precarias, de insuficiencia, sin que se hayan arbitrado nuevas fórmulas de desarrollo económico que actúen con mayor equidad y las protejan ante la adversidad. De la Gran Recesión no va a surgir un mundo más fortalecido, porque, más allá, de la conveniencia de contener el gasto, y el endeudamiento sin éxito -basta ver la explosión de nuestra deuda-, el modelo económico de libre mercado sigue impoluto, como si nada hubiera ocurrido.

Alarma social

Mientras las clases baja y media de la sociedad han perdido una gran parte de sus escasas pertenencias, la clase alta, ajena a la catástrofe, se ha multiplicado en número, y acrecentado sus patrimonios, con la venia de los gobiernos y grupos de presión, que han permanecido impasibles ante el dramático espectáculo del crecimiento de la desigualdad social y económica en el mundo, y mucho más en España.

Más allá de la satisfacción que produce que el ser más rico del mundo sea un español, por su aportación a la creación de puestos de trabajo y generación de negocio, provoca vergüenza ajena que durante esta década España, sea uno de los países en los que más ha crecido la desigualdad, donde más se han distanciado los niveles salariales entre directivos y trabajadores; el país en el que las 20 personas más ricas tienen un patrimonio de 115.100 millones de euros, el equivalente al del 30% de la población más pobre (Informe Oxfam Intermón).

Debería preocupar que tal desproporción no se corrija, al contrario, se acreciente, que el patrimonio de las grandes fortunas (el 1% de la población), se ha incrementado el 15% este último año 2015, mientras que el del resto (99%) ha disminuido el 15%, ampliándose la brecha entre los muy pocos que tienen mucho y los muchísimos que no tienen nada o poquísimo.

Y si hablamos de la renta ganada, según un estudio de Credit Suisse, ese 1% de la población más rica, ha ganado en el último año, tanto como el 80% de la población más pobre. Siendo así, ¿cómo se va a contener el crecimiento exponencial de las diferencias? ¿A quién puede extrañar que estén saltando las alarmas sociales?, y que tan lacerante desequilibrio pueda servir como detonante para provocar revueltas, como ya han advertido los líderes sindicales.

Necesidad de cambio

Que la desigualdad social sea tan alta no es baladí, porque terminará pasando factura al crecimiento. Es peor que en España sea donde más ha crecido durante la crisis: casi diez veces más que el promedio europeo, de ahí la necesidad de adoptar medidas de contención. Ayudaría notablemente la creación de empleo y la mejora de las condiciones laborales, algo que se antoja difícil en un contexto empresarial que sostiene que el factor trabajo es el que más debe ajustarse el cinturón, creyendo que la congelación salarial es el bálsamo de Fierabrás que permite subsistir y crecer a las empresas, pese a que un buen clima laboral favorece la expansión, valga Mercadona como ejemplo, porque la mejora salarial favorece el crecimiento si se alinea con la productividad.

Pero a la desigualdad también se le debe hacer frente a través de la política fiscal: mejorando los gastos sociales -educativos, sanitarios, pensiones y otras prestaciones-, cosa que no ha ocurrido en estos años, antes bien han adquirido carta de naturaleza los recortes y el copago. Y se debe combinar con el papel estabilizador del sistema fiscal, lo que tampoco se ha hecho. Pero nuestro sistema fiscal, apenas corrige las desigualdades, tan solo en un 2,8%, y es que «el sistema fiscal redistribuye muy poco y salimos mal parados en comparación con otros países», según el informe realizado por López Laborda, de la Universidad de Zaragoza, para Fedea.

En él se constata que el 20% más pobre de los hogares, paga proporcionalmente más impuestos que el resto, porque se gasta una mayor parte de la renta disponible en el inevitable consumo, y al no poder ahorrar soportan, relativamente, más IVA e impuestos indirectos. También influyen los topes en la cotización a la Seguridad Social que aportan más regresividad.

Y es que la capacidad redistributiva de nuestro sistema fiscal casi ha desaparecido: en el IRPF, la tarifa más alta recae sobre los salarios, y la fiscalidad que grava las rentas de capital y las ganancias patrimoniales es más leve. La pérdida de fiscalidad de este impuesto, el que más debe contribuir a reducir las desigualdades, se ha trasladado a la imposición sobre el consumo, que tiene efectos regresivos, a la vez que se han reducido o eliminado los impuestos patrimoniales (patrimonio, sucesiones y donaciones). Si añadimos que el impuesto sobre sociedades es cada vez más, un viaje a la nada, resulta que la capacidad distributiva de las Administraciones públicas es cada vez menor. Y si, como ocurre, los niveles de fraude son alarmantes y la moralidad fiscal declinante entre las clases altas de riqueza, el vaso de la desigualdad está servido, y a punto de caer la gota que lo colmaría.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats