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¡Ay, los impuestos!

¡Ay, los impuestos!

Las entidades públicas también han sufrido una caída de sus recursos, porque, en general, los impuestos crecen a medida que lo hace la capacidad económica de los contribuyentes, con la que deben guardar una relación plena: es un principio universal de justicia tributaria que en nuestra Constitución, como en las demás, se considera esencial.

Sin embargo en nuestro país las consecuencias para la triple Hacienda -estatal, autonómica y local-, no han sido iguales. Aunque en los tres impuestos rectores de la fiscalidad estatal, como son el IRPF, y menos el Impuesto sobre Sociedades, se atiende al criterio de la capacidad económica al gravar las rentas obtenidas, y en el IVA el consumo realizado, la verdad es que la fiscalidad municipal, lejos de seguir el dictado, va por libre y no solo hace caso omiso, sino que actúa de espaldas a su exigencia. Así las cosas, no es de extrañar que los más de ocho mil municipios españoles hayan sorteado mejor la crisis, y hasta sean los que han podido cumplir con las exigencias de equilibrio fiscal impuestas desde Bruselas.

Claro que tan discutible honor debiera ser atribuido a los muchos ciudadanos que como mártires, han soportado el divorcio de los impuestos municipales, especialmente del IBI, con su capacidad contributiva, y se han visto obligados a pagar unos impuestos por cuantías que resultan ajenas al sentido común, y que desprecian la precariedad de las rentas de los hogares.

Valoraciones extravagantes

Al IBI se le ha otorgado el dudoso mérito de ser el salvavidas municipal, aunque debería de habérsele colgado el sambenito de ser una maldición para los contribuyentes, porque, pese a la crisis, la recaudación ha subido año tras año, y en el que menos, en más de un 4%. A ello han contribuido aberraciones legales que autorizaron que la base imponible de los inmuebles, es decir sus valores catastrales, subieran sistemáticamente, haciendo caso omiso al dictado causal de que los valores catastrales deben guardar una correlación con los precios de mercado de los inmuebles.

Tal aseveración legal debiera materializarse a través de la adecuación procedimental y permanente entre los valores catastrales y los del mercado, de modo que cuando estos bajan, y muy especialmente cuando se hunden, los catastrales se reduzcan, y viceversa. ¿Y quién ignora, salvo los ediles municipales, que el mercado inmobiliario se ha hundido durante la crisis y los precios han registrado caídas brutales? Sin embargo, ¿quién ha visto que el legislador haya procurado una bajada de los valores catastrales en consonancia con la caída sufrida?.

De modo que cuando los propietarios más padecían la crisis, y además el valor de sus viviendas, garajes, trasteros, locales comerciales y demás inmuebles se precipitó al abismo, y ni siquiera los podían vender por la inactividad del mercado, los Gobiernos de turno más se han despreocupado de rebajar el IBI en su justa medida. Al contrario, al de Mariano Rajoy, le faltó tiempo para ordenar una subida automática de los valores catastrales que, en función de su anterior revisión, ha oscilado entre el 4% y el 10% para cada uno de los años 2012 y 2013 y que afectó a un total de 25 millones de inmuebles. Y no pareciendo suficiente, para los años sucesivos siguió impulsando el crecimiento de la base imponible del impuesto, ante el estupor de quienes analizan las normas desde el sentido de la equidad, y el desplume de los millones de contribuyentes que han sufrido tales desafueros. Así, cualquiera pasa la crisis sin enterarse.

Algunos ayuntamientos han querido compensar las continuas subidas automáticas impuestas por el ministerio de Hacienda recortando los tipos de gravamen para dejar que su efecto fuese neutro. Sin embargo, tales decisiones aunque plausibles no han evitado los enormes daños colaterales que en muchos casos han producido tales subidas. Y es que el valor catastral de los bienes inmuebles, afecta no solo al IBI, sino a otros muchos impuestos, y su innata desavenencia con la realidad, daña injusta e inevitablemente las economías de sus propietarios.

Daños colaterales

Así ocurre que en el IRPF, la propiedad de las segundas viviendas y demás inmuebles ocupados por el contribuyente, o incluso estando vacíos, se penaliza, considerando que le producen una renta equivalente al 2% del valor catastral, algo que aún pareciendo de ciencia ficción sigue en nuestro ordenamiento y es causa de que, cuanto más alto e injusto es el valor catastral, más alta sea la cuota de este impuesto.

Y ocurre también, que el llamado impuesto de plusvalía municipal, que es un reducto decimonónico de la fiscalidad de tiempos de María Castaña, grava obscenamente las transmisiones de inmuebles, considerando siempre que le producen una plusvalía al vendedor o donante, aunque obtenga pérdidas -con total desprecio a su nombre-, y se toma para cuantificar la fantasmal ganancia, de otra parte doblemente gravada, al hacerse también, aunque de distinta forma, en el correspondiente impuesto sobre la renta; se toma, digo, un porcentaje del valor catastral que tiene el suelo del inmueble. De modo y manera, que a mayor e injusto valor catastral, mayor cuota a pagar: Es el sino de un valor administrativo, el catastral, que toma a los propietarios de inmuebles como chivos expiatorios de los desequilibrios financieros municipales.

Y si de la Hacienda autonómica habláramos, otro tanto cabe decir respecto a las funestas consecuencias a que conduce la desconexión entre el catastro y el mercado inmobiliario, porque tanto en el Impuesto sobre las transmisiones patrimoniales, cuanto en el de sucesiones y donaciones y en el de patrimonio, a la hora de valorar las bases imponibles como determinantes de las cuotas pagar, ante la inconcreción legal que supone el «valor real» que con total desfachatez el legislador estableció en su día como base imponible, y todavía no se ha molestado en mostrar cómo se materializa en la práctica, las administraciones autonómicas gestoras de estos impuestos, lo vinculan a sus valores catastrales, eso sí, elevados a mayores cuantías al multiplicarlos por coeficientes de crecimiento.

No es extraño pues, que los municipios y las comunidades autónomas tengan una enorme fe en el valor catastral; justo lo contrario al pavor que las injustas valoraciones catastrales producen en los contribuyentes afectados, más aún si su vigencia se mantiene impoluta pese al paso del tiempo y a la evolución del mercado, sin practicar las obligadas revisiones catastrales, porque, nadie debe engañarse: la fe en el Catastro de los políticos es una CATÁSTROFE para los administrados. Es como un algoritmo algebraico: Catastro + Fe = Catástrofe. Para el contribuyente, claro.

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