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El observador

La guerra de los alquileres

La mecha la prendieron hará una veintena de años las asociaciones de explotadores de apartamentos turísticos, siendo precisamente Aptur, implantada mayoritariamente en Benidorm, la que con más brío y persistencia actuó como abanderada de la causa. Tan bien cumplió con este cometido, tanta fue su visibilidad en esta pelea que, en mi opinión, su implantación y reconocimiento se deben a la eficacia con que supo liderar esta reivindicación. ¿Quién, si no, reclamaba ante todos los poderes públicos? Aptur hacía campañas, celebraba congresos nacionales, presionaba y tiraba del carro de todo el subsector. Eso, sí, con pocos resultados. Su gran enemigo, los porteros, seguían persistiendo en el alquiler de apartamentos.

La batalla no se saldó con grandes victorias. No corrió la sangre. O la que se derramó no fue suficiente para llegar al río. Al parecer, las luchas entre contendientes de tipo medio no llegan a alcanzar la virulencia necesaria para resultar sangrientas. Pero, hete ahí que los hoteleros tomaron cartas en el asunto y avanzaron con su pesada artillería hacia el campo de batalla. -Tate, esto se pone negro, pensaron los promotores inmobiliarios y constructores. Habrá que plantar cara. Esto va en serio-. Y se lió la marimorena. Los intereses siempre imponen su disciplina y, si los pesos pesados los ven peligrar, no dudan en alinearse frente a la amenaza.

Pues eso es lo que ha ocurrido: ataques y contraataques por ambos lados. Los hoteleros descargaron su primera andanada, arrollando de la primera línea a los de los alquileres, y utilizaron todas sus armas ante los medios de comunicación para convencer a la Administración de lo pernicioso que resultaba que los particulares alquilaran sus casas para alojar a los turistas. Era malo, decían, para todos. Afectaba a sus economías, ya que les hurtaban deslealmente los clientes; al erario público, pues no declaraban los ingresos que obtenían; y perjudicaba a los propios usuarios por no estar sujetos a los controles de calidad y garantías que la oferta reglada está obligada a cumplimentar. Su argumentario más explícito y repetido fue: «Nuestra intención no es la de criminalizar a nadie, lo único que pretendemos es que todos juguemos con la misma baraja, algo que ahora no ocurre». Para añadir ridiculizando el despropósito al que se ha llegado: «Ya no solo se alquilan apartamentos, se alquilan habitaciones y hasta sofás». Sosteniendo que, de momento, lo único que piden es que se cree un registro y que todo aquel que quiera alquilar deba estar dado de alta en él para que quede constancia. Por cierto, pregunto yo, ¿habría que censar los sofás también?

No me extraña pues que, ante los convincentes razonamientos y la aparente moderación de las soluciones demandadas, el otro bloque, el de la construcción, se asustara y pasara, a su vez, a la ofensiva. Ellos, los promotores, vinculan el aumento de las ventas que se ha producido desde el año 2010, cifrado en un 70%, y que está permitiendo evacuar buena parte del ladrillo que quedó sin vender tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, a que los compradores pueden alquilar estas viviendas cuando no las ocupan. -Muchos de ellos, añaden, cuentan con estos ingresos para mantener sus propiedades-. Por lo que exigen, a su vez, una ley que permita alquilarlas sin grandes trabas y que los alquileres entre particulares queden blindados, siempre que paguen los impuestos, claro.

Bueno, pues ya hemos llegado donde íbamos. Dos bloques frente a frente luchando por sus intereses. Los hoteleros exigiendo una ley que impida, en la medida de lo posible, la proliferación en el mercado de plazas turísticas provenientes de las viviendas particulares. Y los constructores demandando otra que permita a sus clientes aliviarse de los costes de sus casas con los ingresos que obtengan de alquilarlas a los turistas. Los primeros aducen que si no se regula mejor este mercado (entre ustedes y yo, quieren decir «se limita») pierden oportunidades de negocio, que el «intrusismo» perjudicaría a todos. Los segundos sostienen que, sin la posibilidad de alquilar, las ventas de viviendas caerían y la construcción no retomaría la actividad, lo que también perjudicaría a todos.

Una sola coincidencia por ambas partes: que se tribute al fisco por los ingresos que se obtengan. Menos da una piedra. Ya plantearemos las discrepancias más adelante. Así que empecemos por contratar un ejército de inspectores para verificar las declaraciones de todo aquel que alquile un apartamento. Menuda tarea.

Claro que aplicando la drástica teoría de un conocido mío, a lo mejor no sería necesario ampliar tanto la plantilla de Hacienda. Mira que es sencilla, aunque podría resultar de cierta peligrosidad de llegar al conocimiento de algún político. Reza así: «Mejor considerar que todos los apartamentos son turísticos y sean gravados como tales. Aquel que no lo sea que lo demuestre».

Un apunte les debo hacer: el autor de esta teoría milita en el bando de los hoteleros. Lo digo por si los constructores quieren contraproponer otra fórmula. No pretendo ser parcial.

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