El riesgo de una tercera recesión europea se ha convertido en un problema doméstico para Alemania. Los cuatro principales institutos económicos germanos han pronosticado que el producto interior bruto (PIB) nacional permaneció estancado en el tercer trimestre del año y que su crecimiento en 2015 estará muy por debajo del 2% que los mismos observatorios auguraban en sus previsiones de la pasada primavera. Las de otoño vienen a decir que Alemania pierde dinamismo por las dificultades del entorno exterior, por la atonía del consumo de sus hogares y de la inversión de sus empresas y por la falta de impulso público.

Alemania «se ha enfriado significativamente», escriben los economistas del IFO de Múnich, el DIW de Berlín, el IWH de Halle y el RWI de Essen. Tanto que sus exportaciones registraron en agosto la mayor caída desde enero de 2009, y eso no es un indicador cualquiera en un país cuyas ventas al exterior aportan más del 50% del PIB. Alemania sufre por las dificultades de la economía global y por las incertidumbres geopolíticas, pero singularmente por la debilidad de la zona euro, que bordea la recesión y la deflación, inducidas por las recetas económicas que se dictan desde Berlín, a decir de sus críticos, y por la ausencia de verdadero impulso reformista en Francia y en Alemania, que dirían los más próximos a Angela Merkel.

Desde fuera, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Central Europeo (BCE), instituciones multilaterales nada sospechosas de practicar un capitalismo heterodoxo, le han dicho a Merkel que el conjunto de Europa precisa de un viraje en la política económica alemana. Al séptimo año de la crisis, y aunque con matices, se le está pidiendo al Gobierno alemán, compartido por la coalición entre la democristiana CDU y el socialdemócrata SPD, que reabra el manual de Keynes y estimule fiscalmente su economía. Incluida la forma más estrictamente keynesiana de hacerlo: aumentando el gasto y la inversión públicos.

La petición también llega ya desde dentro. Los institutos antes citados han sugerido una combinación de estímulos: una rebaja tributaria que eleve la renta de los hogares e incentive el consumo y la inversión empresarial y, por otro lado, más gasto público, con prioridad para las infraestructuras y la innovación. Políticas de demanda, frente a las de oferta que impuso Berlín a los países del Sur en el contexto de la crisis de deuda soberana que estuvo a punto de dinamitar el euro. A Merkel, que ha hecho del «déficit cero» un objetivo capital de la legislatura, le están diciendo en Alemania que «el afán consolidador no es apropiado en el momento actual». En otras palabras, que aparque la austeridad, que no el rigor, y cebe su demanda interna.

De ello puede depender que Alemania no recaiga en la recesión y que no lo haga tampoco el conjunto de la zona euro. Los mismos institutos económicos previenen de que las nuevas políticas monetarias del BCE no bastan para reanimar la actividad, algo reconocido por el presidente de la institución, Mario Draghi, uno de los primeros en pedir que Berlín diera un paso al frente con un estímulo fiscal que está vedado para otros países, entre ellos España, por los desequilibrios de sus cuentas públicas y su creciente endeudamiento.

Se insta así a Alemania a que ejerza de auténtica locomotora de Europa. Un estímulo con la dimensión necesaria de la inversión y del consumo en el país favorecería el crecimiento de sus socios europeos por la vía del comercio. Ese empujón a la demanda interna germana podría alentar las exportaciones de España, que hace en Alemania el 10% de todo su negocio exterior. Y favorecería al sector turístico español, que atrae cada año a diez millones de visitantes alemanes que dejan 10.000 millones de euros.

Alemania se ayudaría a sí misma, apoyaría la recuperación de otros países europeos y el crecimiento de éstos a su vez reforzaría a Alemania, que hace en Europa la mitad de sus exportaciones. Quid pro quo.