Puede que la huelga general anunciada por los sindicatos para la vuelta del verano, allá por el 29 de septiembre, sea la protesta que (casi) nadie quiso. Una especie de convocatoria maldita pero que al final se ha convertido en inevitable. No la han querido y se han resistido a ella mientras han podido hacerlo los sindicatos. De hecho se diría que han estado mareando la perdiz hasta el último instante, esperando que el Gobierno les dejase una vía de escape que justificase su dejación. Pero esa señal no ha llegado y han debido pensar que una vez el Gobierno ha aprobado por decreto la reforma laboral las circunstancias no les dejan otra salida. En ello están y no sabemos si aún podría haber vuelta atrás, pese a que ayer iniciaron el calentamiento previo con el calendarios de movilizaciones. Dejarla para después del verano es una prueba de esta manera de proceder, de que aún aguardan milagrosamente esa señal que les evite tener que probar el amargo cáliz de hacer algo que no querían, pero que no tienen más remedio que encabezar por dignidad sindical y por principios ideológicos.

Para ellos, los sindicatos mayoritarios, UGT y CCOO, para sus secretarios generales, Cándido Méndez e Ignacio Fernández Toxo, la decisión es de alto riesgo y podría, de salir mal, suponerles un duro varapalo. Sólo un éxito contundente, como lo fue la que le organizaron a José María Aznar en su segunda legislatura, les serviría para sacar cabeza y seguir reclamando para sí un papel relevante en cualquier nueva reforma laboral o en los cambios de la ya aprobada. Un seguimiento menguado, no descartable, o, peor aún, un fracaso puro y duro podría tener importantes secuelas de credibilidad a corto y medio plazo para ambas organizaciones. Pero aún en el primer caso, el del éxito, aún tendrán que cargar sobre sus espaldas el haber puesto y planchado la alfombra al PP camino de La Moncloa. Toxo se puso la venda antes de que apareciese la herida cuando dijo que "la huelga no está pensada para cambiar la situación política en el país". Puede que ese no sea su objetivo íntimo, pero igualmente puede que no sea otra la consecuencia. Hay veces que se hace difícil servir a Dios y al diablo al tiempo. Y esta parece una de esas ocasiones. Los sindicatos tenían que decidir y lo han hecho. La han convocado, pero se han resistido.

No la querían tampoco los empresarios, gentes que, por principio, salvo contados casos de cierres patronales más propios de países pocos o nada democráticos, son, en principio y por principio, contrarios a cualquier huelga. En el paro ellos también pierden. Otra cosa es que algunos dirigentes de la CEOE no vean mal la protesta si esta sirve para adelantar el cambio de gobierno, una vez que este, para ellos, parece ya amortizado. No lo van a decir abiertamente así pero algunas de las actitudes y su postura intransigente en la fase final de la negociación, así como algunas de las declaraciones de sus dirigentes, parecen ir en esta dirección. No la quieren, pero poco hicieron por evitarla. Y además, en esta ocasión, sabían que el Gobierno, pese a todo, era un aliado circunstancial.

Tampoco la quiere, por obvias razones, el Gobierno. Conocedor de que un éxito supondría un paso de difícil retorno hacia alguna fórmula de diálogo social del que tanto ha presumido Zapatero. Y, conocedor también de que un respaldo relevante podría tener importantes repercusiones en el debate de los Presupuestos Generales del Estado que se iniciará precisamente en esos días. Es claro que su posición, la del Gobierno, en el Congreso de los Diputados está cada vez más debilitada y a expensas del mero cálculo político de la oposición. En esas fechas su aliado natural en este trámite, CiU, ya no temerá forzar un adelanto electoral pues nunca coincidirían con las elecciones catalanas que tendrán lugar en otoño.

Y, por supuesto, no la quiere "oficialmente" el PP. Aunque el partido de Mariano Rajoy sea consciente de que el éxito de una protesta así acabaría, si queda algo, con la imagen del Zapatero próximo a los desfavorecidos y, de paso, les acercaría a ellos una estación más en su camino de vuelta a La Moncloa, en esta ocasión, al contrario de lo que hicieron en la previa del 8-J con la huelga de los funcionarios, no han tenido la tentación de entonces. Aquel día su secretario de Comunicación, Esteban González Pons, declaraba en Los desayunos de TVE que si él fuera funcionario estaría de huelga. Ahora, no han querido jugar con esa ambigüedad tan propia del alma del PP de Rajoy y desde el primer momento la secretaria de organización, María Dolores de Cospedal, marcó territorio dejando claro que no apoyaban la huelga porque "no es lo que necesita el país". Es lo único que faltaba, el PP dando respaldo a una huelga general con Europa mirando con lupa cada decisión económica de España... aunque, por ganas. Puede que esta sea la doctrina oficial, otra cosa, y habrá que estar atentos a las declaraciones del segundo y tercer escalón, será la labor de zapa del partido a la hora de "alentar" y "comprender" a los trabajadores. Hace escasas fechas la citada secretaria general autoproclamaba al PP como "el partido de los trabajadores".

Entonces, si nadie quiere ni ve conveniente la huelga, por qué estamos donde estamos. La única explicación es la grave irresponsabilidad de quienes han sido incapaces de salir del atolladero en dos años de conversaciones, o sea sindicatos, Gobierno y empresarios. Y ahora todo es correr. El Gobierno sacando adelante una reforma en la que tampoco cree, los sindicatos convocando una huelga que no querían y los empresarios (¡ay los empresarios!) sin cabeza en un momento como este. Porque con lo que ha caído y está cayendo en las empresas del presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán (Marsans, Air Comet...), que este hombre haya encabezado la delegación de la gran patronal en la mesa negociadora ya dice de por sí mucho de la escasa seriedad de algunos en este país a la hora de afrontar los grandes retos que nos aguardan. Y una huelga general, se quiera o no, es algo muy serio y donde hay demasiado en juego.