Fernando Torres se despidió ayer del Atlético de Madrid entre la emoción, dos goles suyos y un 2-2 ante el Eibar, un marcador sin transcendencia en un día tan especial, en el adiós como rojiblanco de un ídolo que soñó de niño con lo que es ahora y que se va con el mayor triunfo: el amor de su afición.

Una victoria que no sólo se mide en partidos, muchos (404), ni en goles, muchos también (129), ni en títulos, sino en cariño, en agradecimiento, en pertenencia, en pasión y en sentimientos, en cada una de las muestras de afecto que genera Torres entre su hinchada y viceversa, en una vida ligada por siempre a los colores rojiblancos.

Porque no había nada en juego para el Atlético en la Liga desde anoche, desde el 2-2 del Real Madrid, que selló la segunda posición del conjunto rojiblanco -termina entre los dos primeros por quinta vez en los últimos 40 años, pero sí emocionalmente. Era el adiós de Fernando Torres. Un aliciente gigantesco para dedicarle la victoria.

La despedida de una leyenda del equipo rojiblanco, con un vínculo inquebrantable para siempre entre ambos, 16 años juntos sobre el césped. El motivo que acaparó un Metropolitano para agradecerle tanto, honrarle como se merece y homenajear a uno de los suyos; un ídolo, mucho más que un futbolista, un atlético eterno.

Ayer, como capitán, con el trofeo de la Liga Europa para ofrecérselo a su afición, con un estadio que explotó cuando coreó su nombre y con un partido, el último como rojiblanco, en el que le aguardaban muchas emociones que permanecerán para siempre en su memoria dentro de una fiesta, pero con un invitado incómodo.

Un abrazo mágico

En el 42' Torres igualó el gol de Kike y el estadio estalló como nunca. No era un gol más. Era de Torres. No fue el último, aún le quedaba otro, el del 2-1, a la carrera, con una definición sutil ante Dmitrovic a la hora del partido, con una jugada muy de las suyas, con la que tantas y tantas veces ha hecho feliz a sus aficionados, hoy por enésima ocasión. Saltó la valla, se abrazó a la afición, que le correspondió con besos y cánticos. Aún quedaba media hora en la que el Eibar empató el partido gracias a Rubén Peña. Pero era la fiesta de Torres.