De Cruyff me quedo con esa frase («Estáis en Wembley, y vais a jugar una final de la Copa de Europa: así que salir ahí fuera y disfrutar») dicha a Guardiola, Koeman y compañía minutos antes de saltar al campo para enfrentarse a la Sampdoria en la final de la Copa de Europa del 92. La consecución de ese trofeo consumaba, por fin, el pase del Barcelona -hasta entonces un club rico, pero siempre quejica, muy llorón y con líos permanentes- al grupo de élite del fútbol continental.

Sólo por esto eso ya hubiera justificado toda su etapa. Pero la trascendencia de Johann Cruyff en el fútbol (del Barca; de España; del mundo...) ha sido imponente y de un calado insuperable, si al reinado como jugador que ejerció en la década de los setenta liderando al Ajax, a la naranja mecánica y al Barca, le sumamos el impacto que aún hoy tienen (en el Barca; en España, en el mundo?) las innovaciones que inyectó en vena al «dream team» de los noventa, y que cautivó al mundo entero. Ni Di Stéfano (el más completo de todos, pero sin suerte como jugador de la selección, ni como entrenador), ni Pelé (hace mucho que es solo una sonrisa de marketing) ni mucho menos Maradona (extraordinario como jugador, pero pésimo como técnico e insufrible como persona) superan los logros del holandés.

El fútbol moderno (básicamente que un equipo debe actuar como tal, y no como una suma de jugadores con más o menos habilidad) lo inventaron los holandeses, y arrasaron: el Ajax consiguió tres Copas de Europa seguiditas (71, 72 y 73) y su selección llegó a las finales en los mundiales del 74 y del 78 (en ambas tuvo la mala suerte de jugar contra los anfitriones). En toda esa década Cruyff exhibió ante el mundo entero su conducción de balón en carrera, su dribling y un portentoso cambio de ritmo con el que machacaba a cualquier defensor. Y en su primera temporada con el Barca firmó un 0-5 en el Bernabéu que todavía se recuerda en Canaletas, acabando de un plumazo con el perenne derrotismo que siempre acompañaba a la «psique» azulgrana. Quince años más tarde hizo lo mismo, pero como entrenador: tras el desastre y la rechifla que supuso perder la final con el Steau de Bucarest en Sevilla, el golazo de falta de Koeman volvió a doblar el espinazo a la cómoda melancolía culé. Pero más allá de eso, Cruyff introdujo en el fútbol español los rondos en los entrenamientos, el papel del «4» (Guardiola, Milla), las transiciones vertiginosas de ataque, la apuesta por jugadores de fantasía (Laudrup, Stoichkov, Romario, Hagi, Beguiristáin) que dieran espectáculo y la importancia de la cantera. De aquellos polvos vienen los lodos que siguen copiando muchos entrenadores españoles y extranjeros, apostando por sistemas atrevidos que gusten a los espectadores.

Cruyff fue, además, un entrenador que dio juego: hacía declaraciones jugosas, cometía errores, creaba polémica, cabreaba a la grada, y se enfadaba con la directiva. Ya cesado (el Milan de Fabio Capello acabó con el «dream team» y la grada no tuvo paciencia con la transición) cuando los catalanes tuvieron perspectiva para ver cómo había cambiado la mentalidad del club (4 ligas consecutivas, 1 Copa de Europa y 1 Recopa) lo elevaron a los altares y lo situaron como «autóritas» del universo blaugrana: cuando había problemas (en el vestuario, en el juego, en el entrenador o en el presidente) todo el mundo le miraba, cual oráculo. La llegada de Rijkard (otra Copa de Europa) y la época de su discípulo Guardiola rediseñando sus enseñanzas con Xavi, Messi e Iniesta, ha permitido para fortuna de todos los futboleros que en el mundo somos que su ideario siga vigente, y en muchos casos triunfante (frente a los Dungas, Clementes y Mourinhos que hay esparcidos por el mundo).

Y que se resume -de manera muy simple y universal, pero muy lógica viniendo de un holandés moderno, alto, flacucho y con más pinta de líder de grupo de rock que de jugador de fútbol- en esa frase, la del principio: «Salir y disfrutar, chavales».