El despertador sonó a las 4.15 de la madrugada. Hora del desayuno, momento para darle al cuerpo las primeras calorías del día, las más importantes. Plato de cereales, batido de hidratos, dos plátanos y barrita energética. Podían más los habituales nervios previos a cada travesía que el hambre, pero era necesario para afrontar los 22 kilómetros que separan Tabarca de Alicante. Una vez cargado el cuerpo de energía aparecen las primeras dudas del día: ¿Bañador nuevo o el de todos los días? ¿Cuántos pares de gafas llevo? ¿Las de los entrenos? Al final, lo mejor siempre es innovar lo justo para evitar sorpresas, con lo que opté por el equipo habitual de los entrenamientos.

Una vez equipado, el siguiente paso fue preparar el avituallamiento, vital para evitar desfallecimientos durante la prueba. Bebida isotónica, plátanos y té caliente, provisiones para el largo "viaje" que me fueron suministrando durante la prueba José Miguel Iniesta, mi entrenador y acompañante inseparable en la larga travesía desde la piragüa de apoyo junto a Ricardo, piragüista de Borja Martínez.

Todo listo para emprender una prueba que preparé a conciencia durante nueve meses. Era mi segunda Tabarca-Alicante (la primera fue hace 13 años) pero a medida que se acercaba el día aparecían dudas y más dudas. Primero fueron las medusas, que amenazaban con hacer acto de aparición, y después un elemento con el que no contábamos, la baja temperatura del agua y que obligó a un buen número de nadadores a nadar con neopreno y, por tanto, fuera de competición. Los últimos entrenamientos en la playa fueron muy duros, tanto que temíamos no resistir el frío. Por si acaso, el traje de neopreno se vino también a Tabarca con la esperanza de no tener que recurrir a él.

Con una mezcla de ilusión y miedo era el momento de iniciar el camino a Santa Pola, punto de partida de nadadores y piragüistas antes de partir hacia la isla. Una vez en Tabarca, los últimos preparativos: crema solar, vaselina para los roces y grasa para amortiguar el frío en la medida de lo posible. Sin más preámbulo, al agua. A la congelada agua de la isla (15 grados). Más de cinco horas esperaban. A las siete y veinte de la mañana se dio el pistoletazo de salida. Primeras brazadas, Borja, compañero inseparable de entrenos, a mi lado, por delante Eleazar, el ganador de la travesía aunque fuera de clasificación por usar neopreno, y el grupo formado por Larrosa, Emilio Arroyo y Daniel Ponce. La primera sensación, frío. Mucho frío. Había que resistir como fuera pensando en otras cosas mientras tratamos de fijar un ritmo cómodo.

La primera hora pasó casi sin darnos cuenta. Primer avituallamiento, un vaso de té caliente para subir algo de temperatura y a seguir con la travesía. Ese calor que entraba en el cuerpo sabía a gloria, curioso contraste entre el frío del agua y el té ardiendo. Sólo duró unos segundos, pero sirvió para romper la monotonía aunque sólo fuera una sensación efímera. Primera hora consumida. A por la segunda. La situación en la carrera no cambiaba, tampoco se divisaba Alicante todavía, cuestión de paciencia y de muchas brazadas todavía.

El frío se fue convirtiendo en anécdota conforme pasaban los minutos. Dos horas de travesía. De momento sin signos de cansancio. Todo según lo previsto, aunque eso sí, sensación de tener hambre. Mini parada para tomar algo de bebida isotónica y a seguir el camino, siempre acompañado por Borja en el agua y por José Miguel desde la piragüa. El trazado no ofrecía complicaciones, una zodiac de Grupo Brotons marcaba la ruta. Difícil perderse pese a la inmensidad de mar que se se ve desde dentro del agua.

Tres horas braceando. Prácticamente el ecuador de la prueba. Los brazos empezaban a pesar pero todavía el dolor era soportable. El entrenamiento previo hizo su efecto y todo iba según lo planificado. El cuerpo pedía algo sólido en estos momentos. Aparte del hambre era necesario para evitar posibles rampas. Pequeño intercambio de impresiones con José Miguel y vuelta al trabajo. Después de tres horas el tiempo de avituallamiento conviene que sea mínimo. Volver a arrancar los hombros cuesta.

Cuatro horas y la costa ya se divisaba con mayor claridad. Es sin duda uno de los mejores momentos de la travesía, ver que el horizonte va tomando forma y se empiezan a distinguir los edificios. Los brazos se convierten en losas y las sensaciones son horribles. El viento comenzaba a soplar y los kilómetros que quedaban prometían ser duros. Las corrientes de agua fría eran un infierno. En ese momento me planteé coger el neopreno. Sólo en esa ocasión.

El reloj marcaba cinco horas desde la salida. Mezcla de hambre, cansancio, sed, intenso dolor pero al mismo tiempo consciente de que que quedaba el último esfuerzo. El más duro. El mar comenzó a agitarse. Por la cabeza pasaba de todo en esos difíciles momentos pero una imagen por encima de todas: el ansia de ver el arco de meta. Isla Marina y no podía estar muy lejos. Sólo 50 minutos más. El tercer puesto lo recompensó todo.