Son muchas las maneras que encuentra la muerte para empezar una historia. Aunque historia no hay más que una, y -desde unos siglos a esta parte- siempre duele. Medir con brevedad la vida de Francisco Alonso Ruiz Pérez (1948-2018) resulta tan cruel como reducir a una entrada bibliográfica medio siglo de entrega a la poesía. Tanto como sajar las bridas de la memoria y hacer balance, amontonando una sobre otra, anécdotas que mañana tomarán un pulso torpe en la página desempolvada de no sé qué cronología, de no sé qué tomo perdido en el estante de una biblioteca pública. Y recuerdo perfectamente algunas que siempre contaba: su visita a la casa de Vicente Aleixandre, sus logros al frente de la asociación vecinal del barrio Tómbola o su poema anónimo a Miguel Grau, que durante décadas acompañó una pintada picassiana en la segunda bocacalle de Alfonso X El Sabio.

Son muchas las maneras que encuentra la muerte para decir adiós. Aunque adiós no hay más que uno, y -quien ha vivido lo sabe- siempre duele. Ojalá sirvan estas líneas para defender sus cuatro poemarios ( Acento humano, Testimonio de tiempo, Soledad de alma y Cuaderno de ahora mismo), sus cientos de poemas tan dispersos como inéditos y su papel irremplazable en la cultura alicantina. Será difícil olvidar a Paco apoyado cada mañana en el alféizar de su ventana. Viéndole pasar los días, jamás tuve valor para preguntarle por quién esperaba. Pero -siempre allí- aguardaba su casa abierta para mí, sus libros y cartas por leer, su soledad y mi brazo para cruzar la calle. No más que la ternura de unos labios jóvenes que pronuncian la palabra maestro.