¿Ha vuelto por allí?

Sí. A mi compañera Rocío le ha costado dos lloreras. Y David, que estuvo trabajando con nosotros, me mandó el otro día, triste, un whatsapp con la canción My sweet lord, de George Harrison.

Fernando dejó huella. Un día vi cómo le recriminaba a una compañera, miró y soltó «el amor está en los detalles».

Jajaja. Tenía algo que enganchaba aunque fuera pesado.

¿Cuál fue el secreto del éxito?

Los inicios fueron duros, porque en Alicante hace 20 años no sabía mucha gente lo que era el mijo, la soja y la alcaravea. Miraban sin atreverse a entrar. Pasado un tiempo fuimos el primer restaurante que no abrió por la noche. Y eso que teníamos días de colas a las ocho de la tarde. Pero no vivíamos. Nos centramos solo en las comidas. Y la cosa cambió. Estábamos a gusto. Eso se notaba en el ambiente y la comida. Nos hemos sentido muy queridos.

¿De dónde le vino la atracción por el universo vegetariano?

Por lo que sea, mi madre no cocinaba carne y eso ayudó. También, que hace 30 años me cautivó el estilo de Fernando y, luego, conocer a los Hare Krishna.

¿Qué vio?

Sobre todo, el ambiente y la calidad de la alimentación.

¿Qué tiene de particular?

En el L'Indret no se gastaban ni ajo ni cebolla ni champiñón.

¿Y eso?

Por la cocina ayurvédica. Si he continuado con la tradición ha sido por temas de respeto a los animales. No soy religioso.

¿ L'Indret dejó historias?

Muchas. Un cura venía todos los días. Tenía su mesa asignada.

¿Qué más?

Había una clienta que era conocida como «La que no paga». Y una pareja se comprometió en matrimonio cuando estábamos a punto de cerrar. Llevaban un mes viniendo. La que no fallaba era una francesa. Era graciosa, me llamaba siempre que hacía un día nublado y feo para que le resolviera la duda de si ir o no. Yo le decía que hiciera lo que quisiera. Se animaba y venía. Me acuerdo que hasta me avisó que iba a probar en un vegetariano que había al lado de su casa. A los tres días apareció de nuevo.

¿Qué más recuerda?

No hacía falta que todos pagaran.

¿Cómo?

La gente de la calle.

¿Por ejemplo?

Una señora pequeñita, que vendía lotería. Hasta que se metió en la residencia, venía todos los días a lavarse y a comer. También un chico joven, un pintor. Sus cuadros adornaban el restaurante. ¿Por qué? Me planteó comer por pintar y le dijimos que sí. Si no tienes, no tienes y no pasa nada.

Pues son anécdotas muy ricas.

Es que pienso que cuando algo funciona es por todo lo que incluye, como ser sensible a la realidad.

Que somos seres humanos.

Ah, y allí también vinieron durante una época cuatro africanos, que vendían pulseritas, a comer en la barra. Los más razonables que he conocido en una situación de necesidad. Había días que les ofrecías la carta y no querían.

¿Y ahora usted qué hace?

Me curro el pan, el seitán y el tofu en casa. Digamos que cocino las mismas horas en casa que echaba en el L'Indret. Me motivo, invento para mí y los amigos.

¿Y sumar en otro proyecto?

No lo descarto. En Relleu ayudo en un bar dos días a la semana. Me llegó la posibilidad de cocinar en un colegio privado en Alicante y dije que no. Para decir que sí en el futuro tendría que tener libertad.

¿Para hacer una lista de postres interminable como allí?

Llegó a ser una diversión. Todo con fruta, sin aditivos ni leche ni huevo, para celiacos. Hasta 30 tuvimos.

¿Se congelaban?

No, no, no. Es difícil de entender. A ver... Teníamos todos los días un mínimo de 60 personas. Yo hacía cuatro pasteles al día y cada uno tenía seis raciones. ¿Qué pasaba? Que si sobraban dos raciones se dejaban para el día siguiente.

¿El menos solicitado?

El de algarroba.

¿El que más?

El flan de coco.

¿Había planes?

Íbamos a hacer reforma en el local para afrontar la última etapa. Siete años como máximo. No pudo ser. Fernando se despidió antes. Cosas de la vida.

¿Sueña con algo?

No. Estoy abierto a planes nuevos. Mientras, sigo cocinando...