El Nobel de Física premió ayer a tres científicos estadounidenses por su papel en la puesta en marcha del detector LIGO y la detección de las ondas gravitacionales, que Albert Einstein había anticipado un siglo antes. La Real Academia Sueca de las Ciencias destacó que Rainer Weiss, Barry C. Barish y Kip S. Thorne han contribuido de forma «decisiva» para culminar cuatro décadas de esfuerzos y coronar un proyecto en el que han colaborado más de un millar de científicos de una veintena de países y que ha revolucionado la astrofísica.

El Observatorio de Ondas Gravitacionales por Interferometría Láser (LIGO) detectó en septiembre de 2015, aunque no se difundió hasta cinco meses después, ese tipo de ondas, las fluctuaciones en el espacio-tiempo producidas por la aceleración de los cuerpos masivos cuando explota una supernova o colisionan agujeros negros.

Desde que Einstein las formuló en su Teoría General de la Relatividad, muchos físicos intentaron detectarlas, aunque incluso el propio científico alemán llegó a creer que nunca se podrían medir o dudó de que no fueran sino una ilusión matemática. A finales de la década de 1950 nuevos cálculos probaron, sin embargo, que esas ondas transportaban energía, por lo que podrían ser detectadas; y en 1974 fue descubierto un púlsar doble -similar a una estrella en su masa pero de dimensiones muy reducidas-, lo que demostraba que los objetos en movimiento emiten ese tipo de ondas.

El hallazgo le valdría en 1993 el Nobel de Física a los también estadounidenses Joseph Taylor y Russell Hulse. A mediados de los setenta Thorne y Weiss iniciaron sus proyectos para poder descubrir las ondas. Mientras Weiss desarrollaba detectores en el Instituto de Tecnológico de Massachusetts (MIT), Thorne empezó a colaborar con Ronald Drever, que había construido sus primeros prototipos en Escocia.

Los tres se juntaron años después -aunque Drever, fallecido el pasado marzo, se acabaría apartando- para iniciar un trabajo pionero que incluyó el diseño de un interferómetro láser, la base del futuro LIGO, que cuenta con dos detectores localizados en Estados Unidos, en Livingston (Louisiana) y en Hanford (Washington).

La complejidad del trabajo hizo que se tardase años en completar el proyecto, en el que Thorne se ocupó del análisis sofisticado y la teoría avanzada; y Weiss, de la ingeniería creativa para desarrollar el instrumental necesario. Cuando Barry Barish asumió el liderazgo del LIGO, en 1994, transformó lo que hasta entonces era un pequeño grupo de cuarenta científicos en un proyecto a escala internacional con más de un millar de expertos, un paso que la Academia considera fundamental para el éxito de la iniciativa dos décadas más tarde.

Desde el descubrimiento en septiembre de 2015, el LIGO ha observado dos eventos similares, y el detector franco-italiano VIRGO, localizado cerca de Pisa (Italia) y que se unió al proyecto hace unos meses, otro a finales del mes pasado.

El coordinador del grupo VIRGO de la Universidad de Valencia (UV), José Antonio Font, que participó en la detección de las ondas gravitacionale afirmó ayer que el premio «a todos los que hemos participado en el hallazgo nos salpica de alguna forma, lo sentimos como nuestro».