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Un encuentro en el camino

Le quedaban todavía cosa de dos kilómetros para regresar a la casa, tras el paseo vespertino, cuando el caminante distinguió aquella extraña figura semejante a un espantapájaros que, conforme avanzaba, fue cobrando el aspecto de un ser humano. Estaba apostado en la encrucijada del camino, apoyado en el tronco de una higuera seca, mirando en su dirección. Y no pudo evitar un ligero sobresalto, una suerte de inquietud provocada por la hora crepuscular, el lugar, poco transitado, y la indumentaria del individuo que, a unos veinte pasos escasos, le pareció algo anacrónica en medio del paraje doméstico.

«Parece un mormón -se dijo- o un cuáquero, uno de esos tipos que, salen en las películas de terror gótico americano». Le sorprendió su vestimenta oscura, salvo la mancha blanca de la camisa, el sombrero, también negro, de copa redonda y ala ancha que cubría su cabeza. Pero, especialmente, el hecho de que no llevase un gabán o un abrigo cuando el termómetro, aquel anochecer helado de febrero, víspera de la Candelaria, apenas si debía superar los cinco grados.

Tampoco contribuyó a disminuir la inquietud del caminante la notable estatura del hombre que, reclinado como se encontraba sobre el árbol, le pareció enorme y no le recordó a nadie del pueblo al pasar frente a él, ver como se enderezaba y escuchar una voz juvenil, poco acorde con su tamaño y delgadez.

­-Buenas tardes tenga usted, amigo.

-Buenas tardes -contestó el caminante, dudando si detenerse un momento por motivo de educación o proseguir sin más, como deseaba, el camino hacia su casa.

-Casi noche ya -dijo el hombre- Y muy fría. ¿Deseando regresar al hogar, no es cierto? -apostilló haciendo un leve movimiento con la cabeza en dirección a la casa donde habitaba el caminante: una luz leve, tan sólo, perdida en la lejanía.

-Pues sí, muy fría. Se espera una buena helada con este cielo tan raso -dijo el otro por decir algo, tratando de no ser descortés, de no mostrar ningún tipo de emoción.

-Yo me confié. Salí de esta guisa a dar una vuelta. Y ya ve€ Pero me gusta mucho el frío, este aire limpio y cortante del invierno -dijo mientras introducía la mano en el bolsillo de su chaqueta y extraía una pitillera nacarada que brilló entre sus manos huesudas como un misal de primera comunión, como una lápida diminuta, pensó- ¿Quiere usted uno?

No le apetecía en absoluto. Tenía ganas, en efecto, de llegar a su casa, sentarse junto a la estufa, y, una vez finalizado el paseo que aliviaba toda una jornada escribiendo sin parar, prepararse algo para cenar y dejar que el día terminase ante el televisor. Pero de nuevo el deseo de ser cortés y no mostrar su naturaleza pusilánime, renacida al comprobar que el extraño conocía la situación de su casa, le animó a aceptar el cigarrillo.

Echaron unas caladas.

-¿Es usted forastero?

-De ninguna parte, sí señor -dijo el mormón tocando el ala de su sombrero a modo del saludo que no hizo en un principio-. Aunque en un tiempo fui de aquí, del Campo de Los Rosarios. Pero he vuelto.

-¿A Los Rosarios?

-No, aquello es una ruina. Se vinieron abajo los muros y la techumbre y es un nido de murciélagos, un lugar que me recuerda los años que llevo encima y lo que fue mi vida en otros tiempos. Todo es miseria y devastación en Los Rosarios. Usted, en cambio, arregló el El Campanar.

-Si, hace cosa de dos años. ¿Vive entonces en el pueblo, en Madara?

-Vivir, lo que se dice vivir, no vivo ya en ninguna parte. Estoy ¿Sabe usted? Ahora simplemente me limito a estar allá donde quiera que acabo parando.

-¿En el pueblo, entonces?

-En el pueblo.

Se produjo un silencio incomodo entre calada y calada, acompañado por las exhalaciones de humo y vaho que brotaban de los rostros casi invisibles de los dos hombres.

Ya reinaba la oscuridad, salvo en un línea estrecha, rojiza, del horizonte.

El caminante, saltando sobre sus pies para hacer evidente el frío y la incomodidad que sentía, trato de apurar el cigarrillo para dar por finalizado el pretexto que había ocasionado su detención. Cuanto había pretendido demostrar ya quedaba cumplido y no restaba motivo alguno para prolongar la situación. El extraño separó su espalda del viejo tronco y acabó por enderezarse poniendo en evidencia sus casi dos metros de estatura mirando al caminante, eso le pareció, desde la altura de las pálidas estrellas que rodeaban su sombrero.

-¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? -dijo el forastero.

El caminante sintió el súbito escalofrío de una mala premonición, arrojó la colilla del cigarrillo al polvo del camino y la aplastó con la puntera de su zapato, pensando que aquella situación no podía estar teniendo lugar, que era un encuentro absurdo.

-Diga usted -se atrevió a mascullar moviendo ligeramente los pies para indicar que estaba presto a reanudar su marcha.

-¿Cree usted en los vampiros?

-¿Cómo dice? -el escalofrío se hizo más intenso, brincándole por el espinazo. Por unos instantes quedó mudo, casi petrificado. Pero, de pronto, una llamarada de cólera o indignación, le sacó de su estupor- ¡No señor! Tengo ya cuarenta y cinco años, ¿sabe? ¡No creo en patrañas, ni en tonterías.

-Lo suponía. ¿Muertos vivientes? ¿Chupasangres de vida nocturna que anidan en las ruinas y vagan por los campos y cementerios? ¡Valiente tontería! Yo tampoco, caballero.

-¿Entonces, a qué viene ese cuento?

El extraño por toda respuesta le dio la espalda, se balanceó a un lado y otro de la noche, como tratando de equilibrar el peso espigado de su figura, y comenzó a caminar en dirección al pueblo, hacia las luces de Madara que titilaban bajo la sierra.

-¿No me va a responder? -inquirió furioso, envalentonado, el caminante.

El hombre, su sombra, ya en la oscuridad, de cuáquero o mormón, de hombre de ninguna parte, se detuvo. Se volvió de nuevo hacia el caminante y, quitándose el sombrero, pasó su antebrazo por la frente como si estuviese limpiándose una o dos estrellas caídas del cielo helado

-Yo no sé nada, caballero -dijo- esa pregunta me la hizo, hará cosa de una hora, un hombre que estaba apoyado en la puerta de la casa de usted, allá en El Campanar. Pregúntele ahora, cuando llegue.

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