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Dormir al lado de un ser que ronca o que respira como un incómodo animal de compañía es una tortura que padece media humanidad; sufrir maltrato psicológico y menosprecio, también

Nadie sabe cómo, por qué trampas del azar o por qué determinismo salvaje acabamos uniendo nuestra vida a la de alguien que sólo comparte nuestra cama, nuestros hijos e invade nuestro espacio con legítima impunidad. Lo que un día llamamos amor resultó ser un timo de los malos, un estúpido engaño que descubrimos demasiado tarde, cuando apenas hay remedio y la responsabilidad nos atenaza con tentáculos viscosos y oscuros. Dormir al lado de un ser que ronca o que respira como un incómodo animal de compañía es una tortura que padece media humanidad; sufrir maltrato psicológico y menosprecio, también. La resignación, el conformismo supino y la falta de amor propio son así de traidores. Claro que en casos de extrema flaqueza, de ineptitud para la felicidad, siempre hay insospechadas válvulas de escape. La tuya, por ejemplo.

Reconócelo. Tuviste una infancia corriente, sin más penurias que tu excesiva discreción de niña buena, educada, como la mayoría, en una familia feliz de clase media. Te adiestraron bien en un colegio religioso que modeló tu alma y te enseñó a hacerte de valer, a llegar pura al matrimonio y a defender los valores familiares por encima de todo imponderable. Y para ello no faltaron aspirantes, ya ves. Sin embargo caíste en brazos de un opositor a Notarías que practicaba atletismo y se las daba de guaperas. Tu matrimonio, como todo lo anterior, fue de los corrientes, pero con piso céntrico, asistenta doméstica tres días por semana y salidas a cenar con matrimonios amigos casi todos los sábados. Hasta que vinieron Laura, Borja y Elena, por ese orden; tres hijos que aliviaron muy pronto lo que se prometía una soledad irrespirable, con un marido que siempre comía fuera del hogar y que jamás regresaba antes de las diez.

Hasta hace nada, y con cincuenta años cumplidos, te considerabas igual a muchas otras, atrapada también en una insana normalidad, en un tipo muy común de abandono y en una dependencia enfermiza de los otros, de tu marido y de tus propios hijos. Sin embargo, todo comenzó a cambiar el último verano, cuando el mismo día del traslado al apartamento de la playa descubriste que a escasos metros de la urbanización habían abierto un local de 24 horas. La segunda noche -perdona que te lo recuerde ahora y de este modo-, antes de irte a la cama, a la vuelta de tu paseo junto a Luna, tu hermoso mastín del Pirineo, te acercaste a la puerta de la tienda y echaste un vistazo a su interior. La curiosidad te invitó a penetrar en aquel abigarrado espacio, a dirigirte al mostrador y a pedir un tentador helado de chocolate. El muchacho que se apresuró a atenderte te recordó rabiosamente a alguien que trataste de recordar allí mismo, mientras recogías el cambio y te dirigías hacia la puerta.

La acción se repitió durantes todas las noches de julio. Tú esperabas, con un extraño deseo, esa última hora del día para sacar a Luna, emprender el paseo habitual y, a la vuelta, encontrarte de nuevo con el rostro de aquel joven que poco a poco fue ocupando espacio en tu imaginación y forma amable entre tus sueños. Te imantaba su extraordinaria belleza, el modo enérgico y tierno con que extendía su mano para devolverte el cambio, la manera de entornar sus ojos, de acariciarte involuntariamente con su mirada apacible y azul. Hasta que el juego se convirtió en necesidad y uno de aquellos días de inesperada tormenta de verano, sin propósito de renunciar a tu paseo con Luna, entraste en el local con el pelo empapado y una extraña zozobra que creció furiosamente cuando el muchacho cerró con llave la puerta de entrada, te tomó de la mano y te condujo a la trastienda con aquella normalidad irreprochable y sedosa. En aquel interior repleto de penumbra, te miró fijamente y te besó despacio, sin recurrir a la urgencia, con una laboriosidad de labios luminosos y expertos. Ocurrió allí mismo, entre embalajes y cajas precintadas. Tú sentías un deseo irrefrenable de abrazar, de perderte entre las manos de Luis -sólo entonces escuchaste su nombre- sin reparar en leyes ni obediencias. Las sombras del pasado saltaban en pedazos ante el éxtasis y el deleite de saberte deseada, amada como nunca habías llegado a imaginar.

Cuando volviste al apartamento, Borja y Elena aún no habían llegado y tu marido roncaba frente al televisor sin percatarse siquiera de tu ausencia. Le besaste en la mejilla y te fuiste a la cama como una adolescente feliz, como abrigando un secreto.

Tardaste cuatro semanas en decidirte a entrar de nuevo en la tienda de 24 horas, el tiempo que creíste necesario para apagar la fiebre de aquella locura y borrar las huellas de la culpa. Tras el mostrador te esperaba esta vez la sonrisa de una mujer de tu misma edad, perfectamente uniformada, que, sin mediar palabra, te despachó un helado de chocolate y un guiño cómplice, cordial.

Tu perplejidad alcanzó proporciones alarmantes cuando, tras dudar unos segundos, preguntaste por el joven que te había atendido todas las noches de julio. «Le hablo de Luis, el chico que trabajaba aquí no hace mucho», le dijiste. Pero ella te respondió con un gesto de extrañeza y un «se equivoca, señora, yo soy quien la ha atendido desde el primer día. ¿No me recuerda? No conozco a ningún Luis y, que yo sepa, nadie me ha sustituido en mi turno de noche desde que abrieron el local. Qué más quisiera.»

Palideciste de golpe, esbozaste una disculpa y, tirando de Luna, te diste media vuelta. Al salir al paseo, tomaste aire y alzaste la vista hacia algún lugar de la noche. Fue entonces cuando algo te detuvo: frente a ti, un joven con el torso desnudo y una sonrisa que te recordaba rabiosamente a Brad Pitt, te miraba con deseo desde un cartel publicitario mientras mordía un crujiente helado de chocolate y te prometía de nuevo una vida diferente, rebelde y fascinante, repleta para siempre de aventura.

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