Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, Manolete en los carteles, es uno de los nombres más importantes de la España del siglo XX, un héroe de la posguerra elevado a leyenda eterna del toreo, siempre recordado, más ahora que se cumplen cien años de su nacimiento y 70, en agosto, de su trágica muerte en Linares (Jaén). Su corta vida, de lo más novelesca, solo puede ser entendible en el contexto en el que se desarrolló, aquel marcado por el hambre y las penurias, el pesar y el dolor de una España herida y resignada a sufrir carencias.

Su propio semblante, de apariencia tristona, alicaída, casi enfermiza, su extrema languidez derivada de una dolencia hepática que arrastraba de nacimiento, fueron fiel reflejo de una época negra en la historia de España, de una sociedad acostumbrada a vivir con la cabeza agachada y necesitada de héroes a los que idolatrar para mitigar tanto sufrimiento. Y uno de esos dioses terrenales fue el «monstruo» cordobés, encumbrado al olimpo del toreo, el IV Califa, gracias a un concepto revolucionado marcado por el hieratismo, la naturalidad, la sobriedad y un tremendo valor, un torero con magnetismo dentro y fuera de la plaza y con un extraordinario halo de misterio.

Su verticalidad en los cites, la manera de embarcar a los toros siempre con la muleta retrasada, la solemne forma de ligar los pases, sin darse importancia, y su plausible manera de manejar la izquierda y, sobre todo, la espada, hicieron de él todo un ídolo de masas en los 40. Porque revolucionó los cánones del toreo de la época, los de José y Juan, en referencia a Gallito y Belmonte, llegó a paladear las mieles del éxito más absoluto pero también descubrió la hiel del fracaso y de la incomprensión de la época .

Manuel Rodríguez nació el 4 de julio de 1917 en el número 2 de la calle Conde de Torres Cabrera, de Córdoba, en el seno de una familia de arraigados antecedentes taurinos. Su padre, del mismo nombre, fue banderillero de Lagartijo Chico, curiosamente, el primer marido de su madre, doña Angustias. Con 12 años pega sus primeros capotazos en la cordobesa finca Lobatón y ya causó una gran sensación. A raíz de ahí torea festivales por la provincia de Córdoba y, en 1930, con el espectáculo taurino de la banda de Los Califas, vistió por primera vez el traje de luces en Arles (Francia).

La vida de Manolete estuvo muy ligada a la de la España de la época, de ahí que, tras debutar con picadores en la antigua plaza de Madrid, la Tetuán de las Victorias, en 1935, su carrera sufrió un obligatorio parón con la Guerra Civil. Llamado a filas por el Regimiento de Artillería número 1, asentado en Córdoba, sin embargo, todavía le daba para torear algún festival a favor del ejército y hospitales de la zona sublevada, lo que provocó que durante su vida muchos le tacharan de franquista. Pero su encuentro, ya en 1945, con Indalecio Prieto en México, o el histórico brindis de un toro al que fuera primer ministro británico Winston Churchill en Valencia dilapidaba esa etiqueta impuesta por el azar que entonces marcaba la zona de residencia de cada uno.

1939, recién acababa la guerra, toma la alternativa en Sevilla, meses más tarde la confirma en Madrid, y ya desde ese momento su carrera despegó hasta convertirse en el líder del escalafón. Pero los últimos años de su vida estuvieron marcados por su romance con Lupe Sino, a la que ni su familia ni allegados aceptaban. Eso amargó y descentró mucho a Manolete que, tras debutar en México en 1945, decide parar al año siguiente para regresar en el fatídico 1947 donde el miura Islero le acabaría matando en Linares, elevándose ya desde ese momento en leyenda inmortal de la historia del toreo.