En un esfuerzo palpable por contener las lágrimas, Joaquín Sabina volvió anoche a los campos entre olivos que lo vieron nacer para dar inicio a la esperadísima gira de su último disco, Lo niego todo, su reconciliación con una inspiración balsámica en la que ha asumido tema peliagudos como la vejez.

«No crean que es tan fácil volver a subirse a un escenario, a los paisajes, sabores y olores de la infancia de uno; da mucha emoción, pero eso te pone un nudo en la garganta, que es con lo que se finge que se canta, por eso me he puesto el traje nuevo de los domingos», irrumpió tembloroso y aferrado al micrófono con ambas manos.

Aparentemente atrás quedan los sustos por su salud, como la hernia ventral que según su oficina le impidió cumplir recientemente con el primer calendario de su gira por Latinoamérica.

Pasados 12 minutos de la hora estipulada, las diez de la noche, Sabina apareció enfundado en un traje de color berenjena y su bombín, con el público en pie y visiblemente emocionado.

«Me han aconsejado en el geriátrico que me siente de vez en cuando», decía después del «vago sabor mexicano» de Posdata y antes de apostarse en una banqueta que apenas abandonó.

«En el terreno del pop no es fácil hablar de envejecer, ni siquiera yo quiero que me hablen de ello, a no ser que sea Leonard Cohen», reconoció Sabina, que apeló a dos años especialmente duros en los que ha perdido a ídolos y amigos como Javier Krahe, Juan Gelman o Gabriel García Márquez.