Quiso la meteorología mantener en vilo a la afición, todo el día lloviendo, chaparrón fuerte durante el primer toro, pero luego el cielo cárdeno aguantó el agua en sus entrañas y permitió que se poblaran tres cuartos del aforo y se lidiara una corrida de Juan Pedro Domecq que tuvo mucha clase en general, pero muy poca duración también. Ya saben, aquello de la casta, que es el motor que mueve la fiesta y que emociona al personal. Y el bien hechurado, equilibrado sexteto de «juampedros» (salvo el cuarto, más bastito) lució calidades en sus embestidas. Tantas como escasez de fuerzas. No llegaron a ser marmolillos algunos, pero casi. En el pecado estuvo la propia penitencia.

Manzanares se llevó una oreja de cada enemigo por dos actuaciones muy medidas, bien estructuradas y con su elegancia natural. Pero sin pasión. Y la pasión es lo que marca la diferencia. El listón de su faena en la Beneficencia madrileña en 2016 pesa mucho. Ya lo decía Belmonte a Valle-Inclán, cuando el gallego le espetó aquello de que el toreo es un «trance irreflexivo», a lo que el de Triana refutó, con contundencia, que eso sonaba muy bonito, sí, pero que era muy difícil tener uno todas las tardes a la misma hora.

La faena al segundo de la tarde, sin historia con el percal, se definió en la constante medida. El animal solo ofrecía recorrido largo en los dos primeros viajes, y al tercero se ceñía. Sobre todo al natural. Sobresalieron algunos pases de pecho largos y de bello trazo con ambas manos, y las dos últimas tandas a derechas. El quinto ofreció mayores bondades. Ya lo meció airoso con el capote. Un bombón de lámina que se deslizaba en las telas con suavidad y cadencia. Aunque hubo muletazos de buen trazo, se echó en falta una mayor rotundidad. El nivel de exigencia, o quizá cierta frialdad por la tarde misma. Quién sabe. Pero el astado regaló veinticinco embestidas de mucha calidad. Cuando ya se empezó a venir abajo, Manzanares le apretó y se acabó más rápido la obra. Entre el sí y el casi. En el «bien», más que en el «ole». Todo ello muy bien mesurado, muy bien desgranado en el tiempo. Está en sazón, no hay duda.

Pero el torero de Alicante cuenta con una espada que ya le hace constar entre los mejores matadores de las últimas décadas. A su primero lo pasaportó de un estoconazo en la suerte de recibir fenomenal, en todo lo alto la espada y muerte casi fulminante. Tanto como la del quinto, esta vez al volapié y algo contraria al atracarse de toro. Cuesta recordar tanta contundencia con la tizona.

Enrique Ponce bailó con la más fea. El primero, muy noble, se acabó casi al mismo tiempo que comenzaba la faena de muleta. Lo templó elegante con el capote, y poca cosa más. El cuarto, algo destartalado, casi no le dejó ni ponerse delante.

López Simón viene con la frescura como presentación, y llega tan pronto a los tendidos como, de pronto, se los pone en su contra. Sus dos toros ofrecieron posibilidades. Tres tandas con excelente tranco el tercero, y velocidad con emoción el sexto. Dos series con la diestra a aquel y otras tres a este lucieron lo mejor de su toreo: ligazón, mano baja, la muleta en el hocico para encadenar los muletazos, y cierta majeza en las formas. Pero cuando los animales se frenaron por las fuerzas ya gastadas (¿o la casta?), en lugar de cerrarlos elegantemente y acabar con prontitud, se empeñó en rodillazos con el uno y con circulares con el otro. Y eso, en Sevilla, no vale. La estocada cobrada en los medios al que cerró festejo casi le valió, pero quedó todo en leve petición y saludos desde el tercio.

Destacó también la labor de las cuadrillas todo el festejo, y saludaron en banderillas Suso, Luis Blázquez, Rafael Rosa, Vicente Osuna y Jesús Arruga.