La misma semana que moría Miguel Hernández en la cárcel franquista de Alicante, el dictador recibía la Medalla de Oro de la ciudad de Valencia. Sólo este hecho, sólo esta ignominia, justifica todos los reconocimientos que se le puedan rendir al poeta.

Se dice, o eso han escrito algunos estudiosos del poeta, como Andrés Ibáñez, que cuando murió Miguel Hernández, resultaba imposible cerrarle los ojos. Esos mismos ojos grandes y expresivos que hemos visto representados en tantos retratos. Esos ojos que no se querían cerrar enlazan con el final de uno de los últimos poemas que escribió: «Pero hay un rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida». Si se me permite la metáfora, esos ojos abiertos, expresivos, ese rayo de luz que queda a los vencidos, a los que fueron derrotados por la barbarie pero que nunca perdieron la dignidad.

El rayo que no cesa lo escribió en 1936. Ese mismo año comienza la guerra, y Hernández empieza a escribir una poesía de tipo social y político, publica Viento del pueblo un año más tarde. Ese gran poemario que ya supone un dominio de los versos intensos, del ritmo y de la rima. Y una gran imaginación verbal. Es el poeta comprometido. Comprometido con su tiempo. Con sus conciudadanos. Con la libertad y con la democracia.

Es el poeta que el 1 de julio de 1937 llega a Valencia a participar en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. El Congreso que simbolizó que la cultura era un arma -quizá la mejor arma- contra el fascismo. A nuestro parecer este Congreso de 1937 merece una conmemoración, que le rendiremos durante este año, para recuperar una parte deliberadamente olvidada de nuestro pasado y que abra una reflexión intelectual al presente con el fin de aportar nuevas miradas ante este presente cambiante y complejo.

Nadie como el cubano Nicolás Guillén definió a Miguel Hernández durante aquellos días de julio de 1937, con ternura y emoción: «La voz cortante y recia; la piel tostada por el férreo sol levantino. Todo ello sepultado en unos pantalones de pana ya muy trabajada y unas espardeñas de flamante soga [?]. Este cantor de las trincheras, este hombre salido de la más profunda entraña popular, produce, en efecto, una impresión enérgica y simple».

«La poesía -escribió Hernández en un texto en prosa que tituló La poesía como arma- es en mí una necesidad y escribo porque no encuentro remedio para no escribir. [?] En la guerra, la esgrimo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada. Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir».

El poeta está en Madrid cuando finaliza la guerra. Algunos amigos le aconsejan que huya del país. Pero la preocupación del poeta es volver al lado de su mujer y su hijo, allí en Alicante. Y así lo hace. El resto es tan triste... La huida a Portugal, su detención por la policía, que lo devuelven a la frontera, donde es molido a palos. La conmuta de la pena de muerte por la de treinta años ( Franco no quería otro Lorca). Antiguos amigos intentaron ayudarle: José María de Cossío, Dionisio Ridruejo y otros falangistas le pidieron que renegase de su pasado político para poder así aliviar su situación o incluso librarle de la cárcel. Pero Miguel Hernández se negó a abandonar sus ideales.

Los terribles tres años en distintas cárceles, sin una sola visita de su padre. La tuberculosis no tratada se lo lleva el 28 de marzo de 1942. Ian Gibson ha señalado en varias ocasiones que «la valentía, la hombría de bien y el ejemplo moral de Miguel Hernández durante la guerra, y luego en las infectas cárceles franquistas, adquieren con el paso de los años categoría de auténtica heroicidad». Esta frase de un estudioso como Gibson no nos describe las penalidades de Miguel Hernández en la cárcel, pero nos acerca al sufrimiento que tuvo en el penal al elevarlo a la categoría de héroe.

En su poesía se unen la experiencia trágica y directa de la muerte y de la cárcel con una visión exaltada de la naturaleza e incluso del amor. Esta, en mi opinión, es una lección que podemos aprender de él. Por todo ello, por todas estas palabras, pero fundamentalmente por todo lo que significó y significa, y seguirá significando Miguel Hernández, es absolutamente relevante que su obra y también sus momentos vitales más importantes lleguen a cuantos más ciudadanos mejor. Y es por ello, que en el 75 aniversario de la muerte de Miguel Hernández, nuestro objetivo sea que su obra y su memoria perduren para siempre.

Vicente Aleixandre dejó escrito sobre él: «Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos. No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos».