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Juan Pablo Escobar: «Soy feliz por no llevar los genes asesinos de mi padre»

El hijo del mayor narcoterrorista de la historia publica Lo que mi padre nunca me contó, donde desmonta la serie de Netflix

Juan Pablo Escobar posa para la entrevista. silvia varela

La infancia de Juan Pablo Escobar Juan Pablo Escobar(Medellín, 1977) fue la de un niño malcriado en la inmensa Hacienda Nápoles del municipio de Puerto Triunfo de Colombia, donde su padre, Pablo Escobar, el zar de la cocaína, celebraba grandiosas fiestas amenizadas por artistas de fama internacional en las que, a escasos metros de distancia del jolgorio, encontraba algún respiro para torturar y asesinar a los enemigos que andaban por allí.

«Esa finca era mi vida, adonde mi padre llevó jirafas, hipopótamos y rinocerontes y donde crecí rodeado de bandidos y no de carmelitas», rememora para Epipress el hijo del mayor narcoterrorista de la historia, el hombre que declaró la guerra a Colombia dejando un reguero de muertos que hoy refleja Netflix en sus exitosas series dedicadas al Patrón del Mal. «¡Qué poco saben de mi padre!», lamenta Juan Pablo en la cafetería de un hotel de Madrid, adonde ha venido para presentar su último libro Pablo Escobar. Lo que mi padre nunca me contó (Península), convencido de que la ficción dulcifica la figura de un hombre sanguinario que sin embargo amaba sobre todas las cosas a su familia.

La adolescencia de Juan Pablo Escobar sufrió un giro radical en diciembre de 1993 cuando el patrón murió en un barrio pobre de Medellín. Ese día nació el nuevo Juan Pablo Escobar. «Yo tenía 16 años y mi primera reacción consistió en tratar de vengar su muerte, pero al instante renegué de la violencia. Han pasado 23 años y veo con sorpresas que a algunos les molesta mi renuncia a ser como mi padre».

Para Escobar hijo, que asegura vivir de sus libros y conferencias y de su profesión de arquitecto en Buenos Aires, su padre se suicidó. «Me da lo mismo si le cayó un piano encima pero no entiendo el empeño del poder establecido en decir que lo mataron ellos», comenta. Lo último que recuerda del capo son sus desesperadas llamadas a la familia al hotel Tequendama de Bogotá setenta y dos horas antes de su muerte. «Él sabía que podía ser localizado, yo le colgaba, pero no paraba porque quería acabar ya de una vez con todo». El hombre más buscado de la historia había perdido los estribos y «decidió poner fin a su vida antes de verse en una cárcel de Estados Unidos», asegura su hijo, padre ahora de un niño de cuatro años, Juan Emilio.

A partir de la muerte del Patrón del Mal, la vida de Juan Pablo es una rocambolesca concatenación de historias, entremezcladas con contradictorios sentimientos de veneración y rechazo hacia un padre tan malvado, traicionado al final hasta por su propia madre, quien no dudó en delatarlo a la banda rival del Cártel de Cali.

La familia de Pablo Escobar abandonó Colombia tras la muerte del patrón rumbo a Mozambique para acabar instalada en Argentina. Juan Pablo Escobar, su madre y su hermana cambiaron legalmente su identidad en Colombia. En Buenos Aires se descubrió la verdadera filiación tras denunciar los Escobar a un contable que les había robado. La denuncia les salió cara: su madre pasó dos años en la cárcel y él 45 días. «Nos encarcelaron por ser la familia de Pablo Escobar», asegura. «Mozambique fue el único país que nos abrió las puertas tras la muerte de mi padre, a cambio de un millón de dólares», relata, pero en Maputo no pasaron ni cuatro días por la precariedad del país. «Era como cuando estábamos en Medellín rodeados de billetes pero pasando hambre porque no podíamos salir de nuestros escondites».

Ahora observa con sorpresa cómo antiguos aliados de su padre le desean la muerte por no haberse convertido en un Pablo Escobar 2.0. «Querían que yo fuese un narcotraficante, un asesino y un terrorista», espeta incrédulo tras haberse reunido con familiares de las más de 3.000 víctimas que dejó su padre por el camino. Y no se amilana al replicar a «Popeye», chófer de su padre que le acusa de haber participado en torturas inenarrables y de no estar a su altura.

«Me siento muy feliz de no llevar los genes asesinos de mi padre», responde enérgico quitando hierro a las palabras de un sicario que ha llegado a involucrarle en el cruel asesinato del capitán de policía Fernando Posada. «Dice que me vio hacerlo pero lo cierto es que él llevaba dos meses encarcelado en el momento en que mi padre ordenó ese asesinato», se defiende Juan Pablo Escobar, convencido de que si su padre viviese, 'Popeye' estaría muerto».

Las conversaciones con víctimas de su padre le han llevado a concluir que Pablo Escobar trabajaba para la CIA y financiaba con la coca la lucha contra el comunismo en Centroamérica. «Me lo ha corroborado Aaron Seal, el hijo de Barry Seal, a quien mi padre mandó ejecutar», describe con frialdad sorprendente mientras presume de la relación que ha podido construir con hijos de víctimas del Cartel de Medellín con los que ahora habla y coteja datos.

Barry Seal, piloto, narcotraficante primero e informante de la DEA (el departamento norteamericano que persigue el narcotráfico) más tarde, había pedido protección a Estados Unidos y un juez se la negó en varias ocasiones. «Parece que se le quería muerto, y lo lograron porque mi padre lo asesinó en 1986». Los federales que acudieron al lugar del crimen se llevaron pruebas de esa conexión entre la CIA y el narcotráfico para acabar con el comunismo en Nicaragua, afirma sin la menor vacilación.

Escobar reconoce que su padre ideó un plan criminal de respuesta por si era extraditado a Estados Unidos pero niega que le encargase a él liderar la operación, tal y como asegura «Popeye». «A mí nunca me utilizó como soldado porque era su hijo. Lo que había ordenado a su ejército de aduladores fue secuestrar un autobús con estudiantes hijos de la gente más rica de Washington y ponerle dinamita hasta que se revocase su extradición. Pablo Escobar mostró siempre un amor infinito a su familia», insiste.

Y a sus numerosas amantes.

«Amantes tuvo y ahora todas dicen que fueron las únicas y las más importantes, pero él siempre volvía con mi madre», zanja.

Los días de Escobar en la cárcel que él construyó en el departamento de Antioquia tras un acuerdo con el presidente César Gaviria fueron una pantomima que aún pesa en las conciencias del pueblo colombiano. «Me acuerdo que un día estaba en la prisión con mi familia y me dolía una muela, entonces mi padre pidió un kilo de coca para ponérmelo en la encía y adormecerla», revela sin dejar de pensar en su madre, María Victoria Henao, a la que quiere honrar con la responsabilidad de haberle evitado seguir la trayectoria criminal de su padre.

Pablo Escobar disfrutó también de días de gloria y brillo social. Su finca amanecía repleta de coches con gente dispuesta a hacer negocios. «Mi padre ofrecía inversiones en el narcotráfico con rentabilidades del 300 por ciento». Policías, militares, senadores, deportistas, alcaldes y todo tipo de profesionales hacían cola por comerse un trozo de la suculenta tarta que ofrecía el narcotráfico liderado por el Cartel de Medellín al que luego se sumó el de Cali.

La guerra entre los dos clanes no tardó en declararse por la competencia en la exportación a Estados Unidos de cocaína y Escobar no dudó en delatar ante la DEA a sus contrincantes. Cuando falleció su padre, los capos de Cali obligaron a María Victoria Henao y a sus dos hijos, Juan Pablo y Manuela, a entregarles todo lo que tenían bajo la amenaza de matarlos si osaban esconder un solo dólar. En una durísima entrevista sorprendió la actitud de la abuela, la mujer de singular dulzura reflejada en Netflix, que sentada ante los implacables narcos de Cali, en vez de suplicar por la vida de los suyos reclamó para ella todos los bienes de Pablo Escobar. «La familia de mi padre siempre nos ha querido ver muertos. Mi tío Roberto fue uno de los principales delatores de su hermano», denuncia indignado.

Al rememorar un pasado terrible, vuelve la vista a su madre y a su hermana que viven, según dice, de sus trabajos en Buenos Aires, elogia la influencia que en él ejerce su mujer, a la que conoce desde que tenía 14 años, y celebra la oportunidad que le ha brindado la vida de poder ver cara a cara a tantas víctimas de su padre.

«Me impresiona que me miren sin rencor los familiares de las personas que mi padre ordenó asesinar». Se emociona al recordar sus entrevistas con Aaron Seal, William Rodríguez Abadía, heredero del Cartel de Cali o con el exparamilitar Ramón Isaza, a cuyo hijo su padre quiso matar en varias ocasiones.

Asegura haber recibido de manos de su padre la espada de Simón Bolívar, y confirma, en fin, que el capo de Medellín financió operaciones del movimiento guerrillero colombiano M-19 aunque Otty Patiño, uno de los fundadores de la guerrilla, se empeñe ahora en negarlo con contundencia.

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