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Los taurinos somos gente honrada

Quizá llegue el día en el que tengamos que escondernos y, como en esos años de la oscuridad nefasta, acudir al exilio francés para poder disfrutar de un espectáculo que es más religión y pasión que simple derecho. La actualidad nos está golpeando con zarpazos de sinrazón que nos ponen ante nuestras narices la realidad más cruda del ser humano. Ni el Tío Sam se ha librado de esta ola de tinieblas, y la noche de la sinrazón eleva a la categoría de salvación el egoísmo más atroz, la insensibilidad más patente, la ausencia de empatía más inhumana. Preludiado y bendecido por los Putin, Orban, Le Pen, Kim Jong-un o el Amanecer Dorado heleno, Trump no es el problema, sino otro síntoma más. Quizá el más evidente, cierto, pero uno más de los que llevamos notando en los últimos tiempos.

Asumir que un pueblo como el americano, adalid de la modernidad y las libertades, ha votado con amplia mayoría a un magnate mujeriego, xenófobo y machista como líder y representante máximo, no es más que otro mojón que tragarnos aquellos que creemos en el ser humano, su bondad y su solidaridad por encima de religiones, gustos, creencias e ideologías. Su mensaje populista, simplificador y excluyente tiene como bases, entre otras, la familia y la religión. «In God we trust», reza el famoso eslogan del billete de un dólar. Quizá ese Dios que no deja de ser el propio papel donde se estampa la frasecita.

Y es que están las religiones como para creérselas últimamente. Un grupo de jóvenes aficionados de Salamanca querían aportar su granito de arena con Cáritas Diocesana y donar la recaudación de una campaña de venta de bolígrafos a la entidad benéfica que se ha destacado desde siempre por su ayuda a los más desfavorecidos. Y, miren ustedes por dónde, los defensores de los pobres, que en innumerables ocasiones han aceptado la ayuda de iniciativas taurinas, les han respondido que no, que no quieren dinero de asuntos que causan controversia. Y, como aquel Simón Pedro hizo con su maestro, les han negado repetidas veces (ya ha ocurrido esto en otros lugares, como Requena, y con otras entidades parecidas, como Cruz Roja). También era un tema polémico seguir al que predicaba el evangelio de los pobres. Menos mal que está ese Jorge Bergoglio, nuevo Papa Francisco, que se atreve a decir sin fisuras que «son los comunistas quienes piensan como cristianos» porque «Cristo habló de una sociedad donde los pobres, los débiles y los marginados sean quienes decidan» y que ellos «deben ayudar a lograr la igualdad y la libertad». Este Papa, que en ocasiones hace dudar a los agnósticos, seguramente no negaría por cobardía.

Y es que el aficionado a los toros, que ya empieza a ser una rara avis en estos tiempos, no deja de constituirse en un creyente de la tauromaquia, ese rito sacralizador que habita en la entraña misma de nuestra especie y que juega con la vida y la muerte para poder aceptar y entender esta última. Y del sacrificio del toro construyen toda una religión, una eucaristía que es espectáculo y pasión, luz y sombra, vida y muerte, al fin y al cabo. Con toda normalidad y como excepción a toda regla. Nos resulta muy difícil de explicar lo que sentimos, porque el corazón tiene razones que la razón no entiende, y una persona jugándose la vida (y la muerte) ante un animal con un trozo de tela en la mano es de todo punto incomprensible si lo reducimos a la carne y a la sangre.

Los aficionados son buena gente. No gozan con el dolor, no aplauden la sangre, no celebran el sufrimiento, no auspician tortura alguna. No lo hacen respecto al toro como tampoco lo hace nadie respecto a cualquier otro animal de cuya vida se sirve el hombre para sobrevivir. Para alimentar el cuerpo o para alimentar el alma. Y el hecho de que no todo el mundo pueda llegar a comprenderlo no los hace peores. A pesar de esa gente, los taurinos también son gente honrada.

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