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Apuntes

Dance me

Era octubre de 2012. Leonard Cohen actuaba en Madrid tras el mareo que le obligó a suspender su concierto en Valencia y tuve claro que por nada del mundo iba a dejar pasar la que, a sus 78, podía ser la última oportunidad de ver al poeta cantor en directo. Un entusiasmo que no logré contagiar a mi entorno, lo que hizo que por primera vez me encaminara sola a un concierto de esas características. Con las ganas intactas pero con una sensación extraña en el cuerpo que se agravó cuando llegué a un Palacio de Deportes llenó hasta la bandera de grupos y parejas, pero nadie solo (al menos yo no los veía), ocupé mi asiento con la neura de que todos los allí presentes, que eran miles, se habían percatado de mi falta de compañía. En esas andaba cuando a las diez en punto, como un reloj, el canadiense apareció en el escena, se quitó el sombrero a modo de saludo, se arrancó con Dance me to the end of love y ya no paró hasta cuatro horas después. Cuatro horas en las que (no sé los demás, porque ya no importaban), no me volví a sentir sola. Cuatro bendidas horas en que comenzó este baile que aún hoy continúa. Porque el fin del amor no ha llegado.

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