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El Constitucional y la ambigua justicia

Pues ya se han decidido los del Tribunal Constitucional a poner negro sobre blanco algo que caía por su propio peso. No por esperada deja de ser positiva e importantísima para las libertades de todos: la anulación de la prohibición de la tauromaquia emitida en 2010 por el Parlament de Cataluña. Resultaba tan flagrantemente ilegal que casi daba vergüenza ajena admitir que toda una institución con pretensiones de seriedad emitiera tal texto abolicionista. Peor ha sido, sin embargo, esta espera vergonzante de seis años para anular oficialmente el desaguisado. Con el PP en el poder, no vayan ustedes a pensarse que eran las hordas de comunistas infectos quienes lo impedían.

¿Y ahora qué? Esa es la gran pregunta que se hacen muchos. Enrique Ponce seguramente ha realizado la declaración más exacta: hay que poner ya una fecha y un cartel. Pero todo quedará en símbolo, si es que se llega a dar. Tanto Carles Puigdemont como Ada Colau se han roto la boca diciendo que harán lo que puedan para que no vuelva a haber corridas de toros en Catalunya y, más concretamente, en Barcelona, que a la postre era la única plaza en funcionamiento cuando se emitió la prohibición. Nada dicen de los «correbous», no sufran ustedes. Para ellos es cuestión de identidad o estupidez, llámenlo como quieran. De unos señores que se amparan en el cumplimiento de unas leyes para lo que les conviene (como hizo Colau con el artículo 47 de la Carta Magna para evitar desahucios) y se muestran insumisos sin ambages ante otras, se puede esperar cualquier payasada. Pero ellos suponen únicamente la punta de un iceberg que poco puede dar más que para un par de cubitos en el penúltimo cubata. La base de ese muro de hielo contra la tauromaquia se comenzó a construir en los 80, con leyes políticas del pujolismo como la Ley de Protección Animal, ampliada con la Ley de Protección al Menor, con la prohibición posterior de las portátiles, con la dejadez de los ayuntamientos que han permitido la ruina en las pocas plazas que seguían activas... Y entonces nadie hizo nada. ¿De qué sirve dar un festejo simbólico en una Barcelona que entre todos mataron y ella sola se murió?

A la espera de poder leer la sentencia completa, la nota de prensa que se ha emitido sobre el fallo del TC, además, presenta algunos matices peligrosos. Ciertamente deja claro que la abolición catalana es ilegal por incumplir un ordenamiento posterior, la Ley 18/2013, de 12 de noviembre, para la regulación de la Tauromaquia como patrimonio cultural, y que, en consecuencia, se ha de «garantizar la conservación y promover el enriquecimiento del patrimonio cultural», precepto del artículo 46 de la Constitución. Pero igualmente se indica en esa nota que «nada impide que la comunidad autónoma, en el ejercicio de su competencia sobre ordenación de espectáculos públicos, pueda regular el desarrollo de las representaciones taurinas; o pueda, en materia de protección de los animales, establecer requisitos para el especial cuidado y atención del toro bravo». Los «antis» ya han dado buena cuenta de esta peligrosa ambigüedad, y alguna iluminada se ha ganado ya su minuto de gloria televisiva espetando que se podría regular un espectáculo donde al toro bravo se le pongan pepinos en lugar de banderillas y que, por supuesto, solo se le pueda matar a base de caricias. Y si vale para Catalunya, también puede servir en otras comunidades. A veces las leyes llevan a Pandora dentro...

Porque, al fin y al cabo, el TC no ha dirimido el quid de la cuestión taurina: la legitimidad del espectáculo. Quizá porque tampoco tenga potestad para ello, ciertamente. Pero se hace necesario que se aclare ese término. En una de sus acepciones la RAE define lo legítimo como «cierto, genuino y verdadero en cualquier línea». Porque es legítimo que te guste la tauromaquia o no, que te guste Cristiano o Messi o incluso que seas, como quien esto firma, sufrido seguidor del Hércules. Porque es legítimo que uno sea omnívoro, vegetariano o incluso vegano, siempre que no se le prohíba al de al lado su libertad de elección. Porque, al fin y al cabo, es legítimo amar y olvidar, subir y bajar, reír y llorar, pero es necesario para la convivencia pacífica respetar a quien comparte transporte público contigo. Romper la baraja cuando a uno le conviene es, al fin y al cabo, romper las reglas del juego.

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