Juan Martín Rojo tiene 70 años y una salud de hierro a la vista de con qué ligereza se mueve en el lugar de encuentro de la entrevista, en el Museo Arqueológico de la Diputación de Alicante (Marq), donde sube y baja escaleras a ritmo frenético. Cae un sol de justicia en el exterior, y al tiempo que organizamos las acreditaciones, a Martín Rojo no hay quien le siente. Aquí, allá, arriba, abajo. Él solo puede con todos. Después, accedemos a una sala para la charla, donde Martín Rojo habla sin cesar. Y de pronto te lanza sobre la mesa varios folios de jeroglíficos para indicarte qué es lo que se encontraron en la parte inferior de un pilar en Tebas. «¿Lo entiendes?» Ladeas la cabeza en negativo. Entonces, pone la voz en alto, balbucea, asiente y traduce. Apenas 10 segundos. «¿Sabes? Los jeroglíficos son algo muy jodido», explica. Lleva unos días en Alicante y ya piensa en la próxima semana, de papeleos en Madrid. ¿Y su mujer no le dice que descanse? «¡A mí no hay quien me quite mi "juguete"!». ¿Y no pesa la edad? Juan Martín te cuenta el calor que ataca a los arqueólogos, lo difícil que es convivir con los «vigilantes» egipcios que supervisan las misiones (como la española) del mismo modo que contagia a raudales su pasión y entrega por el Antiguo Egipto. «Me moriré siendo egiptólogo», confiesa.