Si a la muerte del cuarto toro de la tarde de ayer se hubiera realizado una porra entre aficionados vaticinando lo que ocurriría después, pocos se habrían atrevido a apostar por que los dos astados que quedaban en chiqueros de Núñez del Cuvillo podrían ayudar a cambiar el signo negativo de la tarde. Y a la postre, no es que saltaran dos cornúpetas de alta nota, pero al menos permitieron el lucimiento que sus dos anteriores hermanos se empeñaron en obstaculizar. Uno no deja de darle vueltas al asunto de la elección del ganado. Las bambalinas taurinas esconden escabrosos recovecos que suelen estar vedados a la luz pública. En ocasiones tranquiliza la ignorancia que impera al respecto, porque de saber los aficionados y público asistente algunos de los tejemanejes que se cuecen en esas catacumbas, más de uno se echaría las manos a la cabeza y más de dos se retirarían al campo huyendo del mundanal ruido. Tras los oropeles del triunfalismo y los brillos del traje de luces, muchos personajes mueven diversos hilos de una fiesta que se mantiene por la ética del rito, y que sin embargo resiste tumores internos de muy difícil extracción. A menos que los que manden se den cuenta del daño irreparable y pongan freno. El verdadero mal de la fiesta está ahí, y no en los parias que se echan pintura roja en la puerta del coso ni la concejala de turno que escupe soflamas aburridas contra la libertad.

De otra manera, no se puede entender que salten al ruedo algunos ejemplares como en la tarde de ayer se pudieron ver. Cuando se escoge tanto, se busca esa embestida chochona que transita en el listón de la mansedumbre, y en muchas ocasiones ocurre lo de esta tarde, con ese tercer toro ante el que Manzanares quedó inédito tras perseguirlo en su constante búsqueda del refugio de las tablas. Lo pasaportó de pinchazo y estocada eficaz.

En el anterior, segundo del festejo, José Tomás había intentado calentar al personal en un quite por chicuelinas, y trató de ligar con cierta galanura las tandas por ambas manos a un astado de Cuvillo ayuno de la más mínima emoción. Mejor cuando dejó la muleta colocada y enganchó la embestida para ligar, sobre todo en una tanda al natural. Buscando siempre el centro del anillo para anular las querencias, abusó de trincherillas y remató con chicuelinas ceñidas que despertaron al personal, así como un serie de recortes ajustados que preludiaron la estocada final algo desprendida. Oreja con desmesurada petición de la segunda, que no se concedió.

Sería en el quinto cuando el «tomasismo» pudo reventar definitivamente. Tras el recibo por verónicas a pies juntos rematadas con media y larga, quitó por delantales enlazados con tafalleras y serpentina final. Empujó el toro en el solitario puyazo, y sin mediar brindis (el primero lo dedicó al respetable), se plantó el de Galapagar en el centro del anillo e hilvanó unos cuantos estatuarios soberbiamente rematados con un pase del desprecio al natural que enloqueció al personal, seguido del de pecho. La traca estaba encendida. De la expectación al delirio puede mediar, en este arte efímero, apenas un muletazo. Luego se sucedieron dos tandas por la derecha, la segunda mejor ligada, y una tanda de naturales de exquisita factura, ahora sí dejando la muleta para, sin apenas toque, ligar los muletazos en un palmo de terreno. Cerró al animal con toreo a dos manos y, tras tomar el acero, dibujó una tanda de derechazos sin montar la espada que acabó de provocar la locura del público. El objetivo estaba cumplido. Mató de una buena estocada, aunque se empeñó en no descabellar y el animal tardó en doblar. Cayó el aviso casi al tiempo que el animal, y los pañuelos al viento pidieron todo, con esa exigencia del que cree que ha contemplado la crema del Parnaso. Dos orejas del tirón, y cuando se demandaba el rabo, el presidente mostró el pañuelo azul, que acalló los ánimos de quienes desconocen el reglamento y soliviantó a quienes solo vieron un toro de embestida franca y colaboradora. Nada más. Y nada menos. Daños colaterales de la fiebre tomasista.

Y si alguien pensaba que con José Tomás se acababa el toreo, Manzanares se encargó de dictar su penúltima lección de naturalidad y cadencia. Sin apenas eco con el capote de salida, en un quite por chicuelinas ceñidas de mano baja se vislumbró el cambio. Ya con la franea, sobó al de Cuvillo en tres tandas iniciales por el pitón derecho de diferente acento, con mayor enjundia cuando ligó y remató detrás. Entonces se echó el estaquillador a la zocata, amainó la mirada, serenó el cuerpo y dibujó dos tandas de naturales excelsos. El torero de Alicante es un elegido, de eso ya no cabe ninguna duda. Con el mismo aire rotundo de Madrid, ligó los pases con aire juncal, trazando el viaje con una naturalidad pasmosa y una estética deslumbrante. Se hace difícil imaginar que se pueda torear mejor. La belleza del toreo cuando se ejecuta con esa sensibilidad lo convierte en un arte inigualable.

Si algo quedaba por redondear, recetó una estocada en la suerte de recibir, aprovechando la querencia hacia tablas del animal, que desató el segundo éxtasis. Otras dos orejas y los dos toreros por la puerta grande.

No tuvo Manuel Manzanares su mejor tarde. Inexacto en los embroques, en sus dos actuaciones se apreciaron demasiadas pasadas en falso y excesivos desajustes. Solo a lomos de «Tomatito» se le apuntó alguna banderilla de verdadero mérito. Todavía debe estar arrepitiéndose de la decisión de recetar un segundo rejón de castigo al cuarto, que tenía alegría y galope, pero que se apagó como una vela por el exceso de hierro. Saludó una ovación en el primero y vio silenciada su labor ante el cuarto.

Nada importa. Los aficionados no recordarán la tarde de ayer por el número de orejas, ni siquiera quizá por el lleno a rebosar y el cartel de los carteles que lo disparó todo, sino que la imagen que reverberará en el ensueño de quienes sienten de verdad esta arte será, sin duda, la de un torero tocado por una magia especial que ha redescubierto su propia esencia: el soberbio y embelesado compás por naturales de Jose Mari Manzanares. Dichosos aquellos que asistieron a la revelación del misterio sagrado del toreo.