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Los valores de casi una leyenda

José Tomás iba para futbolista pero su abuelo Celestino le cambió la dirección

Cuando el abuelo Celestino se empeñó en inculcar la vena taurina a su nieto, seguramente no imaginaba que llegaría a alcanzar la importancia que en las décadas venideras ha logrado. Cierto es que había una ascendencia familiar lejana con el ganadero Victorino Martín, que le ayudaría en los primeros años de su incipiente carrera de novillero, pero la familia se inclinaba más por el fútbol, pues su padre hizo sus pinitos en el Real Madrid y luego fue entrenador y presidente del Galapagar. Sin embargo, Celestino Román, chófer retirado de matadores de toros, se empeñó en inocular el veneno del toreo en el chaval, que bebía los vientos por ser jugador del Atlético de Madrid. Cuentan que hasta le pinchaba los balones para que no entrenara. Cosas del destino, llegar a los primeros puestos del escalafón de coletudos le permitió el 20 de diciembre de 1998 jugar un derbi benéfico entre los dos equipos de la capital en las filas del «atleti» de sus entretelas, mientras Ponce hacía lo propio con los «merengues».

El abuelo Celestino no tenía mal gusto en lo taurino, más bien grandes conocimientos y una sensibilidad especial. Admirador de Manolete, trató de que el mayor de sus nietos entendiera la grandeza del «monstruo» de Córdoba. Y a fe que lo consiguió, pues no solo absorbió los principios de verticalidad ante el toro y compromiso ante la profesión y los públicos, sino que ciertos toques de su filosofía de vida se vieron reflejados en el de Galapagar.

En esos años, siendo todavía un joven becerrista, se cruzó en su camino el que sería su mentor durante los años de mayor gloria y quien le llevaría a asumir una relación especial entre la vida, la muerte y el riesgo: Antonio Corbacho. El madrileño de Chamberí, personaje extraño del mundo del toro por su bohemia y vida al margen del sistema, se sentía fascinado por los samurais y su fortaleza mental ante el destino trágico. Corbacho dejó marcada sobre José Tomás esa impronta de torero diferente, ajeno a las presiones de los taurinos, viviendo en su particular mundo interior una lucha constante para enfrentarse con su sino.

Fue Corbacho quien, ante el panorama de «ponedores» y penurias que veía si quería que su pupilo siguiera tan dura carrera, se lo llevó a México, que se convirtió en un refugio para José Tomás, lo mismo que ocurriera con su admirado Manolete. En 1994 viajó al país azteca para labrarse ese futuro que en España, aun habiendo salido en una ocasión a hombros de la afición de Las Ventas, no acaba de ver claro. Allí le acogieron, le entendieron y le dieron cancha. Tras la alternativa en el DF el 19 de diciembre de 1995, también vertió gravemente su sangre el 18 de enero de 1996 cuando un toro le partió la femoral en Autlán de la Grana.

Su toreo se asentó sobre los pilares de un valor sereno e impávido y una colocación desde la que el toreo surgía natural entre los vuelos de los engaños. Sin alharacas ni sonrisas al tendido. Si bien su sombra taurina se alargaba y ensanchaba por los constantes triunfos, sobre todo en Madrid y, algo más tarde, también en Sevilla, es a partir de 1999 cuando su voluntario silencio mediático, fruto de una timidez rotunda, comienza a generar las fabulaciones sobre sus filias y sus fobias, sus proyectos y sus realidades. Cuando decidió alejarse también de la profesión, ese mutismo se convirtió en torrente de especulaciones de todo tipo sobre su vida y su futurible vuelta a los ruedos.

Muchos le sitúan en posiciones políticas de izquierda, aunque él nunca se ha manifestado al respecto. Las razones de tal filiación comenzaron a surgir cuando no brindó un toro una tarde al Jefe del Estado, el mismo Juan Carlos de Borbón que este año le sigue afanosamente en cuantos lugares se anuncia. «Yo brindé al público, y entre público también estaba él», comentó el de Galapagar, en un remate por abajo ante la inquisitorial pregunta de un periodista. Si a eso se le añade una foto enfundado con una camiseta donde se podía ver la imagen de Ernesto «Che» Guevara o amistades con reconocido sesgo izquierdista, se puede comprender que en un país tan de asignar etiquetas como este también se la hayan endilgado al torero de la sierra de Madrid.

En las pocas ocasiones que se ha dejado ver en los medios, José Tomás ha afirmado reiteradamente que «vivir sin torear no es vivir», y que no se puede uno jugar la vida ante un toro por dinero. Como contraste, sus cachés en las últimas temporadas, sobre todo tras la gravísima cornada sufrida en la mexicana Aguascalientes en abril de 2010, suponen todo un exceso y otro misterio más a añadir a su aura. En México, donde estos temas resultan mucho más transparentes, el diario El Universal aseguró que el torero cobró por su vuelta al mismo coso el 2 de mayo de 2015, durante la Feria de San Marcos de Aguascalientes, 1.148.000 dólares, cifra que todavía se aumentaría a comienzos de este año por anunciarse en el «embudo» de Insurgentes, cuando se afirmó que se llevó 1,3 millones de dólares, lo que se traduce en 1,2 millones de euros. ¿Pasión por lo material? En 2009 devolvió la Medalla de Oro de las Bellas Artes que recibió en 2007 como protesta a que se la hubieran concedido también a Francisco Rivera Ordóñez.

Más allá de todos los bulos, más o menos ciertos, sobre su profesión y su vida, lo cierto es que José Tomás Román Martín gusta de llevar una vida muy normal lejos de los focos. Padre de un hijo de una malagueña, Isabel, vive en Estepona, donde ha vuelto a jugar al fútbol con el equipo del bar Macarena, en el que de vez en cuando se toma una caña con los amigos, y se cuenta que le encantan los peluches y hasta los colecciona. Es la timidez de un torero más allá del valor. Porque, como sentenciara el maestro Luis Francisco Esplá: «Valor es ponerse donde se pone José Tomás».

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