Usted seguramente no le conoce, pero esa cara le suena mucho. Informático, provocador, gurú, radical y utópico, Richard Stallman llenó ayer el Paraninfo de la UA de estudiantes, profesores y seguidores a los que dejó marchar con el persistente picor de las verdades incómodas recorriendo su cuerpo tras tres horas de conferencia. Considerado una de las personalidades más influyentes en el mundo de la programación y la informática, este sexagenario neoyorquino Asperger agudo lleva más de 30 años defendiendo el uso de software libre y de su plataforma GNU (pronunciado «ñu» en castellano y de funcionamiento similar a Linux) con la misma intensidad con que hoy ataca al omnipotente establishment de la tecnología. Google, Facebook, Microsoft o Apple son los objetivos de un discurso rotundo que entusiasma a los técnicos y que se esfuerza por hacer comprensible a las masas. La idea es sencilla: la informática que controlan las empresas privadas esclaviza, rechácela si quiere ser libre.

Stallman rompe la utopía tecnológica a la que queremos creer que nos encaminamos y dibuja una era, la actual, en la que cada usuario de redes sociales, apps y programas de desarrolladores privados -«software privativo»- es un esclavo del sistema que cede inconscientemente ingentes cantidades de información sobre sí mismo y sobre su entorno que las corporaciones y los gobiernos procesan en la sombra y utilizan para aumentar aún más su control sobre los destinatarios, a quienes llama «usados» frente a «usuarios». Un paradigma que alcanza la perfección cuando el usuario informa permanentemente de su actividad y posición gracias a la geolocalización y el uso intensivo del móvil. La pesadilla de Orwell.

«Nunca he tenido teléfono móvil, es el sueño de Stalin. Ofrece la posibilidad de seguir los movimientos de la gente y escucharle. Es una amenaza a la libertad», declaró ayer.

Habla también de aplicaciones y programas diseñados específicamente para husmear y seguir lo que hace el usuario, con acusaciones concretas -«es lo que hace Amazon, espía y husmea todo lo que hacen los usuarios»- y de peajes invisibles sobre los que se sostienen industrias gigantescas -«me pone triste que se ejecute la entrada a Youtube para ver mis charlas», confesó ayer-. Para él, todo los programas privativos no son más que «malware», aunque también hizo hincapié en que su alternativa, el software libre, no significa «gratis», sino más bien que el control lo mantengan los usuarios y no los propietarios del servicio.

No contenía yoduro de plata pero si una potente carga argumental el cohete que lanzó contra «la nube» para deshacerla: «Es una confusión, el término "computación en nube" aglomera prácticas diferentes y computación en servidores. No hay nube: sólo computadoras que pertenecen a otros», declaró en un castellano perfecto en la forma pero terrible en acento y uso que encaja a la perfección con los condicionantes de una personalidad brillante pero sin empatía.

«Pregúntese a quién pertenecen esos servidores, en qué países están y bajo qué leyes operan», retó. Exacto, sus fotos de la gachamiga del domingo podrían ser descargadas y analizadas por un juzgado ruso sin que usted lo sepa. Para Stallman, eso es lo que se busca: «Una nube sin detalles es un error fatal que tenemos que resistir».

El mundo que pinta es distópico y la alternativa, incómoda. Porque centró una buena parte de su ponencia en atacar la cultura del «software privativo desde la escuela». Basta de trabajos en Word. «Enseñarlos en la escuela es como repartir tabaco: crea dependencia desde pequeños. ¿No les extraña que los creadores regalen versiones baratas de su software?», preguntó retóricamente.

El único uso de estos programas que considera aceptable es hacer «ingeniería inversa»; desmontarlos para traducirlos en aplicaciones que esta vez sí reúnen las condiciones del software libre: que se ejecuta a voluntad del usuario, que se puede manipular, mejorar y distribuir. En la web del proyecto a la que ha consagrado su vida, GNU, especifica que su visión de la palabra «free» -el mismo término para «libre» y «gratis» en inglés- tiene más que ver con la libertad que con la gratuidad. «Esta universidad debería enseñar ingeniería inversa: es necesario y además es lucrativo»,aclaró. Lo que hacen los piratas, pero sin incurrir en delito.

Su conferencia no es técnica, sino política y filosófica. Cree que ejecutar un programa -abrir una app- cuyo propietario tenga control exclusivo sobre ella- es aceptar esclavitud y sumisión a cambio de comodidad, por lo que insta a abandonar el confort de la informática comercial. Comprar, en un símil, en tiendas de comercio justo, donde la trazabilidad y la legitimidad de los procesos está garantizada, y abandonar la distribución privada.

Pide a los alumnos que lleven su lucha al aula. «Profesor, permítame entregar este trabajo en este programa de software libre». Si no se logra, al rectorado. Si no se logra, se debe cambiar de universidad. «No es morir», tranquilizó.