Cuando Richard Stallman se colocó su enorme disco duro de la prehistoria de la informática y su túnica para cerrar la ponencia con un show sobre su «iglesia» del software libre no terminó el espectáculo. Cuando acabó su conferencia, los alumnos le preguntaban sus dudas sobre programación y ética mientras él, sentado sin presentador como había pedido en el documento de 26 páginas de requisitos que envía a los organizadores de sus ponencias, bebía gazpacho y comía fuet como Saturno devora el brazo de su hijo. Entre divertida y atónita, la audiencia veía cómo eliminaba el sentido de la palabra «paluego» al dar cuenta de ellos al instante mientras le preguntaban. Interrumpía a todos y les sentaba si se aburría. De lejos, Stallman es un tipo muy desagradable. En frío, reaparece como un genio que corre el riesgo de sepultar el peso de su mensaje por el rechazo que genera su personaje. Porque el activista es un Asperger que piensa y actúa como si no hubiese nadie delante y se nota: Aporta ideas que apuntalan lo que mucha gente sospecha y propugna ideas inspiradoras para las mentes que dominan el código con el que se escribe el futuro. Stallman debe ser escuchado porque vive solo y sólo por su mensaje a pesar del contrapeso de su personaje.