El alicantino José María Manzanares no tuvo suerte con sus astados ayer en la octava corrida de la feria de Sevilla, y se tuvo que conformar con la ovación del público. Por su parte, el diestro valenciano Enrique Ponce tiró de temple y experiencia para llevarse la única oreja concedida en la tarde de ayer, en la que, en presencia del Rey Juan Carlos, se lidió una corrida de tanta calidad como poca fuerza de la divisa de Juan Pedro Domecq.

Sólo toreros tan rodados y expertos como Enrique Ponce podían sacar partido de la corrida lidiada ayer en Sevilla, que tuvo una gran virtud, la de la nobleza y la clase, pero lastrada y limitada por una generalizada falta de fuerzas.

Era únicamente cuestión de suavidad y de buen trato en la lidia para que, como sucedió con el primero, varios de esos «juanpedros» se asentaran en la arena y se empezara a potenciar la nota más positiva de su comportamiento. Y así fue como Enrique Ponce, acompasado y paciente, fue aplicándole a ese ejemplar que abrió plaza un temple balsámico que tuvo su frutos en una faena más larga de lo esperado y que el veterano torero de Chiva envolvió con su habitual y bien compuesta estética para poder pasear esa primera y única oreja de la tarde.

También se fue desfondando a marchas forzadas el sexto de la tarde, que, como excepción a la regla común de la corrida, se movió antes sin ninguna clase ante el capote y la muleta de Roca Rey. Después de que su falta de precisión técnica, al revés que a Ponce, le impidiera aprovechar en toda su dimensión la gran clase de su también flojo primer toro, el joven peruano veía como se le iba de vacío la tarde de su presentación en Sevilla, a la que llegaba con una gran expectación por sus triunfos anteriores.

Así que, a corrida vencida y en un último esfuerzo, Roca Rey acabó por meterse literalmente entre los alirados pitones de ese último «juanpedro» para calentar al tendido por la vía del espanto.

Al alicantino José María Manzanares también le correspondió otro de esos toros con clase y medidas fuerzas, al que no llegó a acoplarse en ningún momento, y menos aún por el excelente pitón izquierdo.

Pero más clamoroso todavía fue el fracaso del alicantino con el quinto, el más bravo, enrazado y completo toro de la corrida, que se arrancó con prontitud y al galope a todos los cites, ya fuera de capotes, picadores o banderilleros, antes de llegar al último tercio con una embestida profunda y emotiva. Es decir, que una bravura que pedía por delante el mando, el sometimiento y el temple que la muleta del alicantino nunca le dio.