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Territorio Chirbes

El mundo personal y literario del escritor fallecido en agosto basculó entre la «postal» de Dénia y la soledad de Beniarbeig, donde remató la póstuma Paris-Austerlitz

Territorio Chirbes

La tentación es titular Paraíso Chirbes, si uno no acabara de cerrar la última novela (póstuma) del escritor escritor(Paris-Austerlitz, Anagrama) y no mantuviera en el paladar la textura áspera de su prosa, con sabor a desencanto. Pero ahora y aquí, desde el pequeño balcón de su apartamento en uno de los rincones más privilegiados de Dénia, donde acaba Les Rotes, frente a la soledad pacífica del mar y la rotundidad del cabo de Sant Antoni, paraíso es la primera palabra que bulle por la mente.

Rafael Chirbes (Tavernes de la Valldigna, 1949 - Beniarbeig, 2015) tuvo que conocer la sensación. En 1994, al regresar a Dénia tras años en Madrid (allí estudió Historia), París, Barcelona, Marruecos y Extremadura, recuperaba su particular metro con el que medir el tamaño y la calidad de lo existente, el punto de referencia con el que observar el mundo, «un código a partir del cual esta tierra volvía a adquirir el tamaño exacto de un paraíso», el mismo que tuvo décadas antes, cuando a la escasez se le llamaba templanza y el edén no era el pequeño hueco tolerado entre bloques de hormigón. Lo escribió en Mediterráneos (Debate).

La construcción como destrucción es una de las claves de la narrativa de Chirbes, la estampa del Misent de Crematorio y En la orilla. Pero esta mañana, una de esas que aquí llaman de les calmes de gener, los colmillos de las excavadoras se antojan lejanos y lo más propicio parece pensar en coger unos erizos en la costa.

«La postal» de Dénia. El apartamento es modesto, como la mesa formada por una tabla sobre dos caballetes que utilizaba en ocasiones para escribir. Dos flexos, recortes de prensa, un puñado de libros (Mi siglo, de Günter Grass, o un Pierre Vilar, Pensar històricament) y unas cajas con diapositivas que revelan su afición por la fotografía. «Le gustaba mucho. Hay una colección buenísima, aunque él decía que no valía nada. Tal vez algún día la enseñemos». Habla Manolo Micó, sobrino del novelista.

Él abre las puertas del universo Chirbes en este viaje en compañía de Alfons Cervera, escritor y amigo del escritor desde que presentó en Valencia su segunda novela, En la lucha final. La situación se repitió de forma sistemática con cada uno de sus libros, cuando el éxito aún no habían llegado y las presentaciones podían ser tan íntimas que solo estaban presentador, presentado y un único asistente, Josep Vicent Marqués. Así sucedió una vez.

Chirbes aún no era «el novelista de la crisis», categoría que Cervera repudia por reduccionista, porque supone restringir su trayectoria a Crematorio y En la orilla, las de los premios y la adaptación televisiva, y olvidar otras como Mimoun, La buena letra o Los disparos del cazador.

El apartamento en el extremo final de Les Rotes fue su primera casa al regresar a Dénia. Era «la postal», el señuelo del paraíso, pero poco práctico para el oficio de escribir y su voluntad de aislamiento. Por eso buscó la casa de Beniarbeig, solitaria en la falda de la montaña pero con tren y autopista cercanos.

Beniarbeig, soledad. Para llegar a la casa dejamos atrás el pueblo y el cementerio por un camino asfaltado que trepa entre naranjos. El ocre de la fachada denota el deseo de no destacar. Una casa más entre bancales, con dos perros y tres gatos haciéndose oír alrededor. El frío en su interior recuerda los meses que lleva sin vida propia, la chimenea convertida en objeto de decoración.

Junto a la entrada, una fotografía de Chirbes de los años 90 traslada a las solapas de los primeros libros, tiempos de frondoso bigote negro y de crónicas gastronómicas en la revista Sobremesa. Al lado, enmarcado, el único honor visible: el título de caballero de la Orden de las Artes de la República francesa.

Los libros permanecen tal como los dejó, en buen orden alfabético: los de Amis antes que los de Auster y los de Banville. Por ahí debe de andar Limónov, de Emmanuel Carrère, una de las novelas que recomendaba cada vez que podía. Y las de su admirado Galdós o alguna de Marta Sanz.

Esta planta baja de la casa quedará para uso privado cuando la familia culmine el objetivo de convertirla en sede de la Fundación Rafael Chirbes, según él dejó previsto.

En el piso superior el palacio de verano, como decía, que sí será visitable, ya se ha hecho alguna pequeña reforma. La cama del escritor ya no está, sí su butaca y su escritorio, antes enterrado en papeles, ahora solo con algún ejemplar, propio (La larga marcha) y ajeno (el número que la revista turolense Turia le ha dedicado), además de un cuaderno con alguna nota manuscrita.

Chirbes dejó varios volúmenes de sus diarios. Él mismo entregó una pequeña parte a Turia para el citado homenaje, pero el total supera los 4.000 folios que los herederos mantienen a buen recaudo. «No hay prisa», comenta Manolo Micó. Prefieren estudiarlos con atención antes de tomar cualquier decisión. La arqueología literaria parece que no se cebará con el autor.

«Siempre estaba leyendo cuenta Cervera, al día siguiente te examinaba si te había aconsejado algún libro. No podías seguir su ritmo. Siempre la novela que acababa de publicar era la última y entonces te sorprendía con algo tan grande como En la orilla».

Entre miles de libros, sobresalen unos carteles de su admirado Bacon y un plato para viejos discos, entre los que domina la música clásica, como la que guarda la caja con una versión de la ópera Nabucco dirigida por Riccardo Muti.

La sierra de Segaría protege la espalda de la casa. La terraza ofrece la vista del valle cruzado por el río Girona y los avances de la destrucción que llega desde la costa.

Cenizas entre algas. Entre Dénia y Les Rotes queda la Marineta Cassiana, unos pocos metros de arena y algas cruzados hoy por un cívico paseo. Es el lugar de los juegos de niño del novelista, porque una tía tenía una caseta con una parra entre la vegetación. Aquí quiso que volaran sus cenizas. Último viaje al paraíso perdido. «Todos somos así», afirma Micó.

Recuerda que solo supo del desenlace inevitable unos días antes de que se produjera. «Me llamó. Si podía ir. Por el tono sabía que era algo importante. 'Esto se ha acabado', dijo?» Ahora ve huellas de la muerte en algunos de los últimos libros que le entregó, como Sostiene Pereira.

Posiblemente el mayor valor de París-Austerlitz es el crudo testimonio de la muerte de uno de los protagonistas, un homosexual francés maduro. Algunos han visto la novela como una confesión sexual de Chirbes. Su sobrino sonríe: «Que se hable de sexo ahora, cuando él le daba tan poca importancia?»

La imagen del escritor solitario y huraño contrasta con la del hombre de pueblo que juega al punyet con los amigos mientras la cerveza abre las ganas de una buena comida. En los últimos tiempos era una escena más infrecuente, pero así la recuerdan los amigos reunidos en el lugar habitual, la cafetería Haití, cercana al puerto de Dénia.

Tertulia en «Haití». Alrededor de la mesa están Pau, Vicent, Pep Bertomeu y Ricard, propietario del local. Nos falta Josep Hilari, el amigo íntimo, que murió poco después que Chirbes. Mejor Rafa, en este ambiente. Rememoran su capacidad para entablar conversación con cualquiera en la barra, el gusto por hablar de platos «igual de foie que del arròs amb fesols i naps» y la política, imprescindible.

«Un comunista de los de antes», sentencia Vicent, de los que ya no eran de nadie porque le habían cambiado los referentes. Esa era una marca ideológica al igual que el rechazo visceral a la cultura de la subvención que había conocido en su etapa extremeña bajo el gobierno del PSOE.

Redescubrió al «industrioso» valenciano en su regreso y defendía la barreja entre carácter emprendedor y gusto por la vida pausada. Era, de nuevo, el metro personal con el que medir al resto de humanos.

Su salto a la arena del compromiso político fue la participación activa en la iniciativa legislativa popular por una televisión valenciana. «Vio el cierre de RTVV como el último paso en la pérdida total de identidad propia, el símbolo del vacío definitivo», razona Alfons Cervera.

La conversación se extiende mientras los amigos dan cuenta del esmorzaret y los cafés. Surgen reflexiones y anécdotas. Cuenta Pep Bertomeu que cuando tenía la librería acudió un día en busca de un regalo para la hija de Manolo. Acabó comprando Guerra y paz la novela del XIX era lo suyo para la niña de 12 años. Y así se va yendo el día, mientras las nubes ensombrecen el mar de este Misent que Chirbes perpetuó.

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