Ana Diosdado presidió la SGAE, recibió el Max de Honor de las Artes Escénicas que concede esa entidad, fue finalista del Planeta y ayer esta «antisocial», a la que adoraban colegas y público, falleció mientras asistía a una de sus reuniones. «Al teatro sólo se falta muerto», le gustaba decir. Ana Isabel Álvarez-Diosdado Gisbert repetía esa frase, con la que resumía su posición ante una profesión que vivió desde que nació, de la mano de sus padres, los también actores Isabel Gisbert y Enrique Diosdado, pero también ante la vida.

Como ayer recordaba el director del Teatro Español, Juan Carlos Pérez de la Fuente, que la dirigió en su vuelta como actriz a los escenarios, en Óscar o la felicidad de existir (2010), ha fallecido «a pie de obra; un lunes, cuando las gentes del teatro descansan, para no alterar los ciclos de esta profesión». Decía que no se le ocurría nadie más lejos de la humildad que ella misma, pero por una cuestión de «rigor intelectual», añadía a continuación, riéndose socarrona, sin traslucir si era más broma que verdad o al revés.

Una de las dramaturgas más relevantes de la escena española, discreta y lúcida como pocas, dedicó 52 de sus 77 años a escribir, actuar y dirigir en un país que ella fue retratando a medida «que crecía», como bien refleja su serie para televisión Anillos de oro (1983), que creó e interpretó dirigida por Pedro Masó. Y estaba «muy orgullosa» de que TVE la hubiera repuesto veinte años después en La 2 y más aún de comprobar que su propuesta sobre separaciones y divorcios resistiera «estupendamente» el paso del tiempo. «No es que haya envejecido bien, es que no ha envejecido», presumía.

Esta mujer con talento, inteligencia y suerte, «pero sobre todo suerte», recalcaba ella, supo revolucionar el teatro y la televisión que se hacía en los 80 aportando, además, un «impresionante olfato», según apuntaba Imanol Arias, para detectar a las estrellas emergentes. Ejemplo de ello es Segunda enseñanza, estrenada en TVE en 1986, escrita e interpretada también por ella, y con la que saltaron a la fama Maribel Verdú, Jorge Sanz, Javier Bardem, Aitana Sánchez-Gijón o Amparo Larrañaga, hija del que fue su marido, Carlos Larrañaga.

La creadora llevaba inmersa en la escritura de una novela sobre Juana de Arco «varios años» y en la dramatización de la vida de su madrina, la actriz Margarita Xirgu, un tiempo también largo pero, como todo, quería hacerlo con sosiego, reposo y reflexión.

De su «ojo» para captar lo esencial de lo que ocurre y conectar con el público da cuenta un texto como Los ochenta son nuestros (1986), sobre la sociedad española en la época de la Transición, un análisis tan acertado que se representó en 2010 otra vez, en esta ocasión dirigido por Antonio del Real.

Fue la primera, y única, presidenta de la Sociedad General de Autores, entre 2001 y 2007, pero no lo pasó bien porque no tenía «ningún poder ejecutivo» y cuando llegaron a esa institución «dos personas» que no le gustaban «nada» decidió alejarse totalmente.

A pesar de que nació en Buenos Aires y que tenía la doble nacionalidad, se consideraba entera y totalmente española. Admitiendo a regañadientes que tenía «talento», aseguraba que sobre todo lo que siempre ha sido es una mujer con suerte.