Icono nacional a la altura del champán, el cruasán o el Camembert, Jean-Paul Belmondo, de 81 años, prodiga sus apariciones públicas mientras un documental recuerda su carrera y la prensa cool se apropia de un actor inagotable. Es la crónica de un retorno que enlaza dos generaciones. «Es nuestra mejor y más completa promesa, capaz de interpretar a un aristócrata y a un mendigo, a un intelectual y a un gángster», sentenció François Truffaut al término del rodaje de La sirena del Mississippi en 1969. Diez años antes, Jean-Luc Godard le había dado la oportunidad en la explosiva Al final de la escapada, un manual de modernidad propulsado por el inédito carisma de su protagonista, un desconocido Belmondo. Era un dandismo a la francesa. Fue la primera parada de una filmografía que oscilaba de la audacia intelectual de Louis Malle o Alain Resnais a un cine popular cuya repercusión garantizó al intérprete un puesto en el santuario sentimental de sus compatriotas. Él asegura que no revisa sus películas. «La gente se queda con su faceta popular pero tras esta siempre hubo un actor de recursos, con una técnica asombrosa», argumenta Christophe Ernault, cantautor y redactor jefe de la publicación de culto Schnock, un tratado trimestral de nostalgia que dedica su último número a la leyenda. De espalda poderosa, mandíbula plegada y una nariz esculpida en el circuito del boxeo amateur, el singular atractivo de Belmondo era lo que el cine de los sesenta a su herencia clásica, un desafío. Carlos Abascal Peiró efe&parís.