Con una media verónica y un pase de pecho habrá despedido José Mari Manzanares al último toro de su vida, aquel al que, seguro, no quisiera haberse enfrentado. Aunque hace años que el alicantino se había retirado, para los aficionados aún quedaban en la retina -y ahora, con su muerte, todavía se retendrán más- aquellos lances y remates con un capote que revoleaba lento con la embestida del toro. Pero, para mí, fue esa muleta limpia, al natural y rematada con un pase de pecho eterno que acariciaba el lomo de su enemigo, la que más saboreo, ahora, en su recuerdo. Fue figura y artista, clásico en su faena, al mismo tiempo que heterodoxo en el callejón -en los últimos años en activo fumaba sus cigarrillos rubios- y fuera de la plaza en su relación con el público, era extremadamente tímido y le gustaba pasar desapercibido, una contradicción para quien se sabe y le gusta que le llamen artista. Era «Príncipe» de la Maestranza de Sevilla, pese a ser alicantino. Donde no «fallaba» era en la festividad de San Juan, haciendo el paseíllo con un capote bordado con la imagen de la Santa Faz. Tenía sus más y sus menos con el público de Madrid, que no obstante se rindió a su maestría. Descansa ya en medio del anillo del Olimpo de los grandes toreros.