Gentilhombre de Su Santidad por sus destacados servicios a la Iglesia y al Vaticano se ofreció a Zapatero para gestionarle una audiencia con Juan Pablo II, pero el entonces líder del PSOE le respondió que aunque le encantaría, no le dejaba su mujer, Sonsoles Espinosa. Carlos Abella y Ramallo (La Coruña, 1934), un diplomático de larga y apasionante trayectoria, que lo mismo fue testigo en Estocolmo de cómo Alfonso de Borbón se enamoraba de Carmen Martínez Bordiú, nieta de Franco, que tejía con habilidad una valiosa red de informadores con los cooperantes y misioneros españoles de todo el mundo, falleció el 12 de agosto en Madrid.

Hijo de un empresario «liberal y republicano» llegó a entablar una relación de profundo cariño con el Papa Juan Pablo II, instruyó a Benedicto XVI sobre los problemas del independentismo en España, cuya unidad proclamaba como un «bien moral» y salvó del genocidio a los misioneros y cooperantes católicos que se hallaban en 1994 en Ruanda durante la guerra civil entre tutsis y hutus.

Fueron precisamente sus contactos con los cooperantes y misioneros españoles repartidos por los cinco continentes los que cuando en 1996 logró su sueño de convertirse en embajador de España «cerca de» la Santa Sede -así se denomina esta legación- le sirvieron de enorme ayuda para capear la procelosa jerarquía vaticana, acercarse a Juan Pablo II y neutralizar las voces pro-nacionalistas que desde la Iglesia en España trataban de inocular sus ideas independentistas en la curia romana.

Nunca entendió Abella la idea de una iglesia nacionalista «porque la Iglesia católica es universal», repetía mientras asistía con tristeza durante los últimos años de su vida a la deriva nacionalista de Cataluña. Pero la cosa venía de lejos. Ya durante su etapa en el consulado de Miami asistió a un intento de Jordi Pujol de imponer el inglés y el catalán en las reuniones que la embajada española en Estados Unidos organizó al líder catalán con la comunidad hispana. «Los hispanos en Norteamérica adoran a España y se levantaban cuando escuchaban que les hablaban en catalán», comentaba dolido a sus allegados este diplomático gallego al que llegaron a acusar de lograr financiación del líder del exilio cubano en Miami, Jorge Mas Canosa, para la primera campaña electoral de José María Aznar.

Las acusaciones y los ataques, y no fueron pocos, los rebatía Abella y Ramallo solicitando pruebas. «Nunca llevó una vida de dispendios y boato», asegura su viuda, Pilar de Arístegui, quien recuerda cómo su familia llegó a pagar los pasajes de avión de los españoles que huían de la Junta Militar argentina a través de Río de Janeiro, otro de los destinos en los que su marido dejó huella y dónde ordenaba y mandaba el general Figueiredo, aquel que decía que prefería «el olor de los caballos al olor del pueblo».

Defensor de los emigrantes

Al embajador Abella le gustaba recordar sus inicios en Filipinas y su paso por Estocolmo, a donde llegó en 1970 a petición de su amigo don Alfonso de Borbón y Dampierre, cuyo enamoramiento de Carmen Martínez Bordiú, vivió muy de cerca hasta el punto de llegar a organizar la boda de los duques. En la capital sueca luchó por mejorar la situación laboral de los emigrantes españoles, a los que ofrecían los peores trabajos por carecer de estudios. Se le ocurrió entonces llevar a un tribunal académico para examinar con sencillas preguntas a los españoles y darles así el título de graduado escolar como puerta de acceso a trabajos mejor pagados. Años antes, a finales de 1960, y desde su puesto diplomático en Perú había convencido al Ministerio de Asuntos Exteriores franquista para expedir pasaporte a los españoles exiliados republicanos.

Ya en Kenia, como embajador de ese país, de Uganda, Somalia y Madagascar se empeñó en tejer la red de informantes religiosos. El 90 por ciento de la colonia española estaba compuesta por misioneros y cooperantes que le brindaban generosamente testimonio de lo que sucedía en esos países. Allí se hizo respetar por las autoridades africanas, a las que convenció para que brindasen con cava catalán en los actos de presentación de credenciales de todos los embajadores del mundo. A Uganda tuvo que regresar años después, en 1994, cuando ya la legación la llevaba un diplomático nombrado por el PSOE que descuidó por orden de Madrid la relación con los religiosos y no supo actuar cuando estalló la guerra civil entre tutsis y hutus en Ruanda. El ministro socialista Solana echó mano de Carlos Abella para sacar a los misioneros españoles que residían en Ruanda y allá se fue a cumplir con éxito la arriesgada misión por la que nadie le dio las gracias. Abella y Ramallo era considerado por el PSOE como un «hombre de Aznar» que se convirtió en el «botón de muestra» del Gobierno socialista cuando quería rebatir a los que acusaban a Felipe González de dar las embajadas solo a sus simpatizantes y militantes. «Eso no es verdad, ahí está Carlos Abella en Kenia», respondía a modo de defensa el exministro Francisco Fernández Ordóñez.

En 1996, tras pasar de nuevo por Estados Unidos, vio cumplido su sueño de convertirse en embajador de España en el Vaticano, puesto en el que permaneció casi ocho años, durante las dos legislaturas de Aznar, y que le sirvió para entablar una entrañable amistad con Juan Pablo II, quien le nombró Gentilhombre de Su Santidad, máxima distinción que concede la Santa Sede a un laico, y con el que analizaba con preocupación el paro juvenil en España, el compromiso nacionalista de los obispos catalanes, la defensa de algunos etarras por parte de monseñor Setién y la pastoral Preparar la Paz de los prelados vascos. A Ratzinger, «un hombre cultísimo que trajo la ciencia a la Iglesia», le organizó un almuerzo en el Palacio de España, la embajada residente más antigua del mundo, creada por los Reyes Católicos en el siglo XV. El Papa Benedicto XVI acudió a la cita en calidad de cardenal y prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe tras haber sido honrado con el doctorado honoris causa por la Universidad de Navarra. Con total sencillez y satisfacción, el prelado Ratzinger agradeció el ágape de una embajada que «representaba a uno de los países más ligados por su historia propia y por la evangelización de América a la Iglesia». Desde la Piazza di Spagna trató sin éxito, por la oposición judía, de beatificar a Isabel La Católica.

A Carlos Abella le tocó también asistir atónito al teatral llanto de Manuel Fraga ante monseñor Re y el cardenal Sodano para tratar de convencer al Santo Padre de que participase en el Año Compostelano de 1999. «Como vi que estaban dudosos he utilizado hasta el recurso de las lágrimas», se jactó tras la entrevista el presidente gallego, cuyo llanto ficticio no logró conmover ni convencer al Papa.

Ya jubilado Abella recibió en 2005 la noticia del fallecimiento de San Juan Pablo II, a cuyo funeral acudió junto a los Reyes, el exministro Moratinos y el entonces líder de la oposición, Mariano Rajoy. Cuando el cardenal Ratzinger oficiaba la misa, el Gentilhombre de Su Santidad, le dijo al futuro presidente del Gobierno de España: «Ahí estás viendo al nuevo Papa». Y así fue. Carlos Abella y Ramallo demostraba de nuevo que su red de informadores religiosos no le fallaba. El embajador gallego murió orgulloso de haber servido a España y con la única pena de no haber cumplido el sueño de conocer a su octavo nieto que nacerá en noviembre y llevará su nombre