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Quinquis, maderos y picoletos

La España violenta de los 80

La «cara b» de la Transición fue la de un país plagado de pobreza, delincuencia, drogas y corrupción policial

La España violenta de los 80

La España violenta de los 80 se cita en los futbolines del salón recreativo o los autos de choque de la feria del barrio. El Vaquilla, El Torete, El Pepsicolo, El Lute, El Pera, El Fitipaldi, El Gasolina, El Melones o El Jaro dominan el arte del volante para los atracos, y el problema de las drogas, el «pico» y la heroína desborda a autoridades sociales y sanitarias ante sus cientos de muertos.

La «cara b» de la Transición, que está cosida al proceso de libertad y democracia que desemboca con la «movida», registra cifras de inseguridad ciudadana aterradoras; robos incesantes, incluso coordinados por una policía corrupta; y todo junto a un sangriento terrorismo que se convierte en triste hecho cotidiano (el asesinato de un guardia civil había que buscarlo en las páginas interiores del periódico).

Esta España de blanco y negro, la de no hace más de 30 años, sufría una delincuencia brutal, las cárceles se amotinaban y su PIB se asemejaba al de un país tercermundista. ¿Y una generación perdida? También la había.

Contra todos estos acontecimientos, que nuestra memoria se ha encargado de relegar y difuminar ante una «modélica» etapa histórica marcada por la Transición, el alicantino Juan Antonio Ríos Carratalá, reciente premio de la Crítica Valenciana, ha publicado el ensayo Quinquis, maderos y picoletos (Renacimiento). Una obra que nos aporta las claves de cómo éramos, en una realidad que no hemos asumido ni aceptado con el transcurso de los años.

«La memoria es muy selectiva, y todo lo que es desagradable y violento abochorna, se olvida, a título personal y colectivo. Ahora hablamos de la «movida» de los 80, pero la «movida» de verdad era la violencia, la violencia terrorista que está muy estudiada, pero también la violencia causada por la marginalidad, las drogas, los asesinatos, los atracos... atracos llevados a cabo incluso por orden de la policía, porque todo esto coincide con la etapa más brutal y corrupta de la policía y guardia civil del franquismo, que en la Transición se olvida de perseguir a rojos y se dedica a ganar dinero, a la corrupción. Porque todo el mundo se olvidó de ellos y no hubo una depuración», señala Ríos Carratalá, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alicante.

La violencia, por aquellos años, no se rebajó exclusivamente a determinados ambientes y perdidas franjas horarias. De hecho, su alocada magnitud, alcanzó a casi todos los estamentos sociales: en Alicante, vaya como ejemplo (incluido en el libro), un chico de los Maristas, hijo de un inspector de Hacienda, y en el último curso de la EGB, disparó y asesinó a sangre fría a tres jóvenes de Virgen del Remedio (el cuarto se salvó porque la pistola se encasquilló). Los crímenes se produjeron en el centro de la ciudad, sin apenas conversación, en una conocida mejillonería un sábado de mayo a las siete de la tarde.

«¿Qué cobertura tendría esta noticia hoy? Aquello no fue de nocturnidad, ni en la marginalidad, sino por un alumno de los Maristas. Eso ahora sería inverosímil, pero en los años 80 era habitual», explica Ríos Carratalá, quien añade: «Era una locura. Incluso hubo una protesta de todos los joyeros, en la Plaza Mayor de Madrid, porque se producían dos y tres atracos diarios. Ellos no lo sabían, pero muchos de estos atracos estaban organizados por la policía, que luego mataban a los atracadores, o les rendían cuentas por quedarse más dinero del que debían. Uno de ellos, por cierto, fue el hermano de Arturo Pérez-Reverte, un asesino en serie que vive todavía. Le metieron como 300 años de cárcel. Cartago, le llamaban, porque como sabes ambos son de Cartagena».

Esta delincuencia, propia de la España de los 70 y 80, se propagó muy especialmente en el séptimo arte español, también denominado «cine quinqui», con películas de José Antonio de la Loma (Perros callejeros), Eloy de la Iglesia (Navajeros) y hasta del mismísimo Carlos Saura (Deprisa, deprisa). Cintas en las que estos peligrosos delincuentes fueron representados como héroes, con rumba incluida de Los Chichos, Las Grecas, Los Chunguitos y otros grupos que competían con la música disco.

«Es un cine que sale a la calle y que, con cuatro duros, tenía un público impresionante. Un negocio redondo. Incluso algunas de estas películas acabaron en Estados Unidos y tuvieron un enorme éxito, porque en Madrid o Barcelona había más violencia y delincuencia que en Harlem. Eran historias, muchas veces, infumables, pero en el que la gente hacía de sí mismo, con historias increíbles, y que habla de sus problemas y de sus vidas, con actores reales. También es cierto que, en ocasiones, los directores tenían muchos problemas para finalizar el rodaje, porque el actor no aparecía y resulta que estaba en la comisaría por un atraco. Por eso, hubo un director que les puso una paga diaria para que no delinquieran y evitaran la cárcel. Carlos Saura, por citarte un caso más, estuvo presentando la película con el chaval protagonista en el Festival de Cine de Berlín. Y, en cuanto regresa el chaval, ese mismo día se vio involucrado en un atraco con disparos y tiros de por medio. Se pinchaban en el rodaje, le daban al «pico», y la mayoría murieron», detalla el profesor Ríos Carratalá ante estas películas de dos rombos por sus impactantes imágenes.

Quinquis, maderos y picoletos está inspirado en Las leyes de la frontera, de Javier Cercas, y es un libro fundamental que nos habla de nuestra memoria. De nuestra memoria más reciente y, en parte, también traicionada.

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