La mirada de Gabo se fue haciendo más suave, más cercana a las cosas de la tierra, a la piel de las personas, como si estuviera volviendo obsesivamente a las brumas de polvo de Aracataca. Fue en torno a sus ochenta años, cuando Colombia y el mundo lo festejaron como héroe de la ficción y de la literatura y la gente se paraba a felicitarlo por las calles y en los bares, en las aceras y en los grandes festivales políticos, cuando podía pensarse que empezó esa mirada a ser la de un hombre que volvía al escenario de su memoria, habiendo empezado a perderla.

De hecho, en esa ocasión, 6 de marzo de 2006, cuando llegó a esa edad que marcó el inicio de su declive físico, estaba en un local público de Cartagena de Indias, donde tenía su casa, a unos centenares de kilómetros de Aracataca, donde nació, recibiendo el homenaje que merecían sus ocho décadas. Hablaban académicos y otros escritores, y de pronto la sala abarrotada se puso en pie, y él mismo se alzó sobre sus botines negros, a aplaudir al que había roto la armonía de los discursos, el expresidente Bill Clinton, que acababa de entrar en el lugar del agasajo. Esta vez se paraba el tiempo por un político de alto copete, pero en la vida común, mientras vivió Gabo, allá donde iba el autor de Cien años de soledad, la gente se paraba a aplaudirlo no sólo como si fuera el hijo del telegrafista, sino como si fuera verdaderamente Dios.

Como Dios, Gabriel García Márquez creó un mundo que ya lleva su nombre. El libro que inauguró los innumerables libros que mereció ese mundo alude, precisamente, a ese carácter de Dios que adornó el universo de Macondo. Ese libro fue Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa, que fue su gran amigo antes y durante su fructífera estancia en Barcelona, y que después se distanció por cosas que ellos quedaron en que contarían los dos o sus biógrafos. Lo cierto es que desde el título esa obra de Vargas Llosa, que ahora está en las obras completas del Nobel peruano, alude al hecho cierto de que sólo alguien que osara competir con Dios era capaz de escribir una obra tan perfecta como Cien años de soledad.

En realidad, lo que Gabo hizo en ese libro, y de otras maneras en los restantes, fue señalar lo que vio desde chico, fabricando a partir de ahí un universo extraordinario que, en la literatura del siglo XX, no se parece a ningún otro.

El origen en Aracataca

Él nació, hijo del telegrafista de Aracataca, en una casa que se parece a las casas de Cien años de soledad. En el patio a la derecha de esa casa, cerca de donde estuvo su cuna, están los grandes árboles frondosos que aparecen en esa novela, al salir de la casa están las lluvias de mariposas, los amigos estrambóticos que fueron personajes de este y otros libros, más allá está la fábrica del hielo.

Él luego le puso orden a todo eso, orden literario, es decir, fábula y desorden. Escribió el libro en medio de la pobreza que había aniquilado sus inútiles ahorros de periodista de malvivir, en tiempos de enorme penuria, que se parecían a la sombra en la que vivió, hasta decir «¡Mierda!», el paciente personaje que protagoniza El coronel no tiene quien le escriba. Era periodista, se fue de Barranquilla a Bogotá, se hizo uno de los mejores cronistas del mundo y un día hizo un reportaje (Historia de un náufrago) que estudian los chicos como un ejemplo de perfección literaria, y que salió en libro porque un día aquel bigotudo al que llamaban Gabito coincidió en Barcelona con una editora avispada, Beatriz de Moura.

En un bar, tomando gintonics, el que luego sería archifamoso autor le contó a la joven editora que ahora no tenía mucho de donde sacar, pero que era autor de libros y que había escrito, en su última temporada en El Espectador, un reportaje que iba de un náufrago, así como las circunstancias que ocurrieron luego, cuando ese naufragio al que nadie hizo caso levantó un descomunal escándalo político en su país. Tan grande que haberlo mostrado en sus preguntas y en su crudeza le enseñó a él la puerta del exilio, poco menos. Esa crónica hecha libro precedió, en Barcelona y en el mundo, a la explosión de Cien años de soledad.

Esa gran novela, que resume el mundo de García Márquez como creador de novelas, le dio el Nobel en 1982; debió su impulso, editorial y humano, a Mercedes Barcha, su mujer, que lo alentó en la pobreza y luego en la mundanidad, lo convirtió en un novelista solitario, confiando en él como en un misterio por resolver, y luego lo preservó como personaje elegido por altos dignatarios para presumir de escritor cercano, desde Felipe González a François Mitterrand, a Bill Clinton y a Fidel Castro.

Pero en medio de esa lujuriosa vida de la fama siempre hubo una mujer que, antes que los otros se fijaran en él, ya se hizo cargo de lo que sería. Esa mujer «bañada en lágrimas», como le puso él mismo en una dedicatoria, fue Carmen Balcells, que generó energías cuando él no las tenía y puso orden en sus ambiciones cuando él mismo creía que todo se estaba hundiendo menos Mercedes. Esta le ayudó con su aliento y sus milagros a escribir en la penumbra de la vida Cien años de soledad; luego le administró la luz, e incluso la memoria, y hasta el final (cuando seguía la luz pero se apagaba la memoria) ha sido su sustento cotidiano, poniendo realidad donde veía fantasía.

Máquina de reír

Lo vi por primera vez en Barcelona, en 1970; ya él disfrutaba entonces de los vapores de una fama que se le subió literalmente a la cabeza (ahí, sobre su cabeza, lo retrató Colita tocado con la primera edición de su libro señero) y que había dejado sus pies descalzos.

Aquel tímido de Aracataca que se hizo periodista para poder contar historias había recibido en su rostro enflaquecido por la necesidad el impacto de una notoriedad para la que no lo había preparado nadie, y se defendía de periodistas y de visitantes con gran cantidad de artilugios, algunos de los cuales son públicos y otros son misteriosos, no se los ha contado nunca a nadie.

A mí me recibió, y supongo que a miles, haciendo sonar un artilugio cuando crucé el umbral de la puerta de su casa en la calle Caponata de Barcelona. El artilugio era una máquina de reír, con la cual él rompía el hielo aquella tarde.

Era su manera de calentar el ánimo, y de explicar al visitante que aunque él no riera mucho, por su legendaria timidez, reía por él la maquinita. La casa era fresca, como el clima, sus muebles eran funcionales, cálidos, muy agradables, y creo que nos sentamos en el suelo, pues Gabo tenía una gran inclinación por echarse, como Onetti, simulando la vagancia que no heredó. Estuvimos hablando en esa posición, como si fuéramos monjes budistas, en medio de un rumor musical muy agradable, una sinfonía de Bach, que era la música que escuchaba entonces incesantemente, «para tomar», decía, «el ritmo adecuado de los relatos».

Si se lee ahora El coronel no tiene quien le escriba, por ejemplo, se entiende que esa obra la hizo en silencio, o por lo menos con el alma en un desierto; pero si lee Cien años de soledad, que es lo que en aquel momento había escrito y publicado en medio de una atronadora ovación de público y crítica, es cierto que suena Bach.

Cuando nos levantamos de ese asiento raro ya sabía Gabriel García Márquez más de esta humilde persona (y de sus amigos) que yo mismo acerca de él.

En ese encuentro pude descubrir esa faceta suya: García Márquez consistía de preguntas. Conversaba preguntando. Como si fueran la cortina de humo con la que tapiaba la curiosidad hacia él, Gabo preguntaba y preguntaba y preguntaba, y cuando tú le preguntabas miraba hacia los lados como si estuviera esquivando una provocación o si estuviera sordo. En los últimos tiempos, recuperándose y recayendo en enfermedades, ha reaparecido esa estratagema: cuando no le interesaba algo de la conversación, hacía un rodeo, preguntaba algo que no tenía que ver con la materia, y finalmente se escurría hacia un rincón en busca de un vaso de agua.

Nacido para escribir

Pero volvamos a aquel momento y a aquellos ensayos contra la timidez que García Márquez montó a su alrededor. Su admirado Melville tiene un relato, Bartleby el escribiente, que se puede asociar a su carácter: Gabo nació para escribir, para contar, y no exactamente para escribir periodismo, aunque quizá sea el mejor periodista en lengua castellana del siglo XX. Sus mejores piezas periodísticas nacen de su curiosidad innata, que quizá perfeccionó escuchando los cuentos del abuelo y de la madre en aquella casa de Aracataca que ahora es una ruina. Ahí aprendió Gabo algo que es consustancial con su literatura: no hay ficción, todo es verdad, siempre que lo sepas contar como si fuera verdad. De ahí viene la veracidad de El amor en los tiempos del cólera, y de ahí viene, sobre todo, la sobrecogedora veracidad de su mejor relato a mi juicio: El coronel no tiene quien le escriba.

Esos relatos son herederos de lo que oyó primero en casa y luego en las tabernas, en los barcos viejos o en los carnavales del profundo Caribe. Son textos que se ve que los escribe escuchando tan solo el rumor de la historia que le han ido diciendo al oído.

Ese Gabo no necesita interlocutores; es como el Gabo de las décadas recientes: un hombre ya grande (como dicen en México), jugando con una miga de pan en una mesa llena de adultos a los que él no mira porque anda concentrado en los andares de una mariposa que tampoco ve.

Pero donde el Gabo tímido que era de veras tímido superó la adicción al silencio total que aprendió en la cuna y en el jardín de los grandes árboles, es cuando escucha con un propósito, cuando sabe que el material que le proporcionan va a convertirse en un texto que llevará su firma.

Así hizo Relato de un náufrago; era todavía un joven periodista, alguien vino a la redacción y quiso contar; él fue quien recogió el recuento, era allí, en aquella redacción, el único capaz de sentarse a escuchar lo que tuviera que decir aquel hombre que estuvo viendo los trozos del otro lado del espejo. La capacidad que tuvo para escuchar revela lo buen periodista que es, pero sobre todo revela, y eso solo lo podría corroborar él, que en el cenit de su carrera a él también la daba la impresión de que era un náufrago al que habían engañado con el éxito.

Epicentro de una explosión

En aquellos tiempos de Barcelona su timidez creció hacia los de su propia especie. Era el epicentro de una explosión (editorial, mediática), lo querían de todas partes, pero él quería escapar. Se vestía con un mono de mecánico, y así recibió a su amigo Juan Carlos Onetti, aunque cuando pasó por Barcelona (clandestinamente: el franquismo era para él intolerable, y era 1971) Pablo Neruda, Gabo salió de casa para llevarlo a las Atarazanas, y entonces se vistió de oficinista, de periodista o de poeta; salió a la calle con su chaqueta de pata de gallo y anduvo explicándole las virtudes de vivir en la ciudad donde pasó algunos de los años mayores de su vida.

Quería huir de los de su especie porque ya empezó a pasar algo que sucedió con Picasso: una servilleta manchada por un lápiz casual ya era un objeto de coleccionista. Faltaba tiempo aún para el Nobel, que armó un enorme estruendo; pero la fama de Gabo era la fama de Cien años de soledad, sobre todo, y todos lo querían entrevistar. Entonces inventó algunas estratagemas para no dejarse tocar (en exceso) por la prensa. Creó un cerco que los periodistas en general no supimos romper: decía que odiaba las grabadoras. Cuando ya aceptaban los periodistas, aseguró que quien lo tergiversara se las iba a ver con él, o con los más afilados de los suyos.

La vida lo fue haciendo así, esquivo, subido al caballo de su timidez, simulando, me parece, desdén por los periodistas, porque en el fondo lo que siguió siendo era un periodista. Cuando ganó el Nobel, recorrió algunas capitales, incluida Madrid, buscando ayuda para fundar un periódico en el que iba a invertir gran parte de sus ahorros.

En aquel tiempo, a principios de los noventa, la mirada de Gabo ya tenía algo de esta última mirada, la que le acompañaba el mediodía en que sus parientes lo llevaban a festejar los 85 años. Como si le abrumara el público, las preguntas ajenas y quisiera encerrarse de pronto en la taberna. Me fijé en que sus pies, que en Barcelona había visto descalzos, estaban calzados con unos hermosos botines.

Una década más tarde lo llevó Isabel Polanco a una reunión con escritores, en la que estaban Manuel Vicent y muchos otros. Él se pasó jugando con una pelota que iba haciendo con pan.

Pero ya Gabo, aquel tímido que miraba con los ojos como si estuvieran pendientes de algo hondo que aún no era capaz de nombrar, estaba más pendiente de lo de dentro que de lo de afuera; escribía, seguía publicando, pero estaba diciendo adiós, me parece, a la vida pública, a los protocolos, y buscaba rincones cálidos adonde escaparse a callar. En Barcelona, uno de esos días, me acerqué a él y le dije que no me quería morir sin hacerle otra entrevista. Y él, que es más rápido que el rayo, me dijo:

-Pues no te mueras.

Hubo un encuentro más reciente, en 2010, otra vez en Cartagena de Indias. Gabo nos llevó por toda la casa frente al bullicioso Caribe blanco; en el despacho, en el piso alto, estaba su escritorio, una mesa grande quizá de caoba, limpia, impoluta, perfecta. Gabo habló, preguntó, preguntó, la actualidad era aún su obsesión. Pero yo me fui de allí pensando en la superficie de aquella mesa vacía.

Alguien me dijo cuando se conoció su agravamiento. «Hubiera querido no sobrevivirle». Decir adiós a Gabo es tan difícil como despedir al mundo o ponerle nombre.