Sir Edward Grey, Ministro de Exteriores británico y uno de los grandes mediadores en la crisis balcánica que desembocaría en la I Guerra Mundial, dijo el 3 de Agosto de 1914: «Las luces se apagarán en toda Europa y no volverán a encenderse mientras vivamos». Sus palabras, pronunciadas en los albores de un conflicto que la historia ha dado en llamar «el enfrentamiento total», sirvieron de triste proemio para una de las páginas más grises de nuestro pasado reciente; unas páginas que en este año recién inaugurado, puesto a cumplir su Centenario, estamos todos obligados a recordar.

Desde ese momento y hasta la firma del armisticio de Compiègne el 11 de noviembre de 1918, toda la economía, industria y población del planeta estuvieron al servicio de la batalla, contabilizándose un coste humano aproximado a 65 millones de combatientes, 9 millones de soldados fallecidos y más de 22 millones gravemente heridos o mutilados; del mismo modo, se estima que más de 7 millones de mujeres y niños murieron a causa de las operaciones militares y las enfermedades derivadas de cuatro años de una guerra en la que se inventaron nuevas armas -granadas, lanzallamas, gas mostaza...- que no hicieron más que incrementar el horror y las masacres, demostrando de nuevo que la arbitrariedad de un conflicto se ceba, con especial virulencia, entre los más desfavorecidos..

Hoy, casi un siglo después del asesinato en Sarajevo del Archiduque Francisco Fernando, heredero al trono astrohúngaro, y con el resultado final de un continente alimentado por el rencor, el odio y la desolación, escuchamos la palabra «Historia» esperando descubrir héroes, grandes acontecimientos o lugares difusos; no obstante, sólo atisbamos a encontrar las vidas humildes y las experiencias comunes de nuestros antepasados, sus pequeños logros diarios y sus grandes infamias colectivas en un mundo que, no por distante, deja de ser verídico.

España era entonces, al igual que lo es ahora, una potencia europea «de segundo rango». Carecía de la fuerza económica y militar suficiente como para presentarse como un aliado deseable a cualquiera de las grandes naciones enfrentadas, por lo que su postura hubo de ser necesariamente de neutralidad. Aún así, se vio favorecida por el aumento en la exportación de ropa, metal o carbón, creciendo notablemente la minería asturiana y la siderurgia vasca. Alicante, por su parte, vio reducido casi a la mitad los embarques de vino, almendras o arroz desde nuestro puerto, lo que provocó una carestía en los precios. Huelgas laborales, luchas sindicales y protestas sociales fueron una dinámica en aquella urbe que «cuidaba sus palmeras y sus playas pero que olvidaba su industria, quedando dormida, bella, pulcra y confiada pero sin un firme caminar en la ruta del progreso».

La censura llegó a la prensa local, y aunque el Gobierno prohibió hablar de movimiento de tropas, huelgas, torpedeos en nuestras costas o mítines, los rotativos se mostraban partidarios de unos u otros: para los diarios conservadores como «El Tiempo», Alemania y sus aliados representaban el orden y la autoridad; para los progresistas como «El Luchador», en Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos estaba la causa del derecho, la libertad y la razón.

Lo cierto es que la población alicantina poco o nada se interesó en el conflicto, a pesar de que existen testimonios, más o menos fehacientes, de que a nuestras playas llegaban con frecuencia los restos mutilados de la barbarie; la mayoría de agricultores, obreros y ganaderos se afanaban por luchar contra el aumento del paro y del precio de los alimentos de primera necesidad como el pan, la leche o la carne, mientras las autoridades, desbordadas e impotentes, intentaban poner freno a esos movimientos sociales con la diestra y aplaudían a los especuladores con la siniestra. En aquel conjunto urbanístico y suburbial lleno de edificios, albergues, cuevas o barracas, el nivel cultural era muy deficiente, y el inmenso analfabetismo se incrementó a pesar de la existencia de colegios de Primera y Segunda Enseñanza. El único resultado positivo a tantos años de movilizaciones fue el aumento del salario y la reducción de la jornada laboral, algo que no ayudó mucho a mejorar la vida precaria de unos ciudadanos llenos de angustias.

2014 es, por tanto, un año clave en la historia de la humanidad, de Europa, de España y, por descontado, de Alicante. La horrible matanza de la I Guerra Mundial, sin paralelo en la historia, provocó una natural repulsa a todo tipo de batalla... pero no evitó que el drama precipitara la Revolución Rusa, primero, y la II Guerra Mundial, después. Por tanto, desde nuestro privilegiado atril de libertad y democracia, pero casi en las trincheras de nuestra propia memoria, estamos llamados a rememorar este enfrentamiento casi ignoto para nosotros mismos. Pues si quienes no reviven su pasado están condenados a repetir sus más terribles errores, no menos cierto es que «el deseo de paz de la humanidad es tan grande que algún día más valdrá a los Gobiernos apartarse y permitirla».