Si hubiera que elegir un adjetivo para resumir el periplo vital de Ciudad de la Luz, so riesgo de caer en el chascarrillo fácil, no podría ser otro que berlanguiano. Qué mejor epíteto que el que hace referencia al autor intelectual de la cosa, Luis García Berlanga, para retratar un proyecto que describe lo que ha sido la megalomanía del PP todos estos años al frente de la Generalitat hasta que la crisis, primero, le arreó una bofetada de realidad en forma de números rojos y la Comisión Europea, ahora, le ha dado la estocada final.

Fue Eduardo Zaplana quien a finales de los años 90 abrazó el sueño del cineasta valenciano de crear una suerte de Hollywood español y también quien le convenció de que tomara cuerpo en Alicante y no en Sagunto, como él quería.

"En esta ciudad -en alusión a Valencia- hay políticos que son auténticos artistas", afirmaba la actriz Irene Papas en febrero del año 2000 en una de las primeras presentaciones del proyecto. Y decimos "primeras" porque justo cinco años después el Consell se había gastado la friolera de 1,4 millones de euros en fiestas de promoción de algo aún no muy bien definido. Era el preludio del agujero negro en que se iba a convertir lo que se anunciaba a los cuatro vientos como un motor para la economía alicantina, la Comunidad Valenciana y España entera.

El PP no dudó en invertir 270 millones de euros (45.000 millones de pesetas) de las arcas públicas en levantar en Aguamarga -previa expropiación de terrenos- unos estudios de cine modernos y dotados de la última tecnología.

En abril de 2005, ya con Camps en el poder, los platós fueron inaugurados. Antes, el que fuera jefe del Consell había dado un golpe de mano, limpiando de zaplanistas la dirección del complejo, aunque, eso sí, manteniendo en la gestión a Aguamarga -con la que se está en litigio actualmente- merced a un contrato heredado e inaudito tanto en duración como en remuneración. Las primeras producciones llegaron atraídas por las jugosas subvenciones que la Generalitat tenía a bien conceder, aunque no se cumplieran las condiciones por ella estipuladas.

Sin embargo, ni la luz de algunas de las estrellas que recalaban en los rodajes lograba restar protagonismo a los mil y un despropósitos de la gestión del complejo. Haría falta mucho papel y tinta para volver a contar cómo la Generalitat se disfrazó de productora al gastarse 850.000 euros en los derechos de la novela de Mario Puzo sobre los Borgia para una superproducción que nunca se llevó a cabo; para recordar el tino que se tuvo al encargar la dirección de la escuela de cine a la empresa italiana NUCT, con la que se acabó también en los tribunales; para sorprenderse rememorando cómo se le negó la entrada a Tarantino porque no sabían quién era; para cuestionarse los méritos de Rodríguez Galant -que llamaba plaquetas a las claquetas- o de Elsa Martínez para ser directores generales de un complejo de cine; así como la idoneidad del actual, José Antonio Escrivá, quien siendo, éste sí, del gremio del cine, dimitió de la Mostra por autocontratarse servicios.