Son las nueve horas y quince minutos del domingo treinta de octubre del año dos mil once d.C. Ha cambiado el tiempo y la hora, que son la misma y distinta cosa. Afuera, detrás de los cristales, luce un engaño en clave de sol que esconde el riesgo inminente de lluvia. Aunque la verdadera amenaza se cierne sobre el que escribe que, tras una sobreexposición a la belleza, sufre el síndrome de Stendhal. Enfermedad psicosomática que acelera el ritmo cardiaco, produce vértigo, confusión y alucinaciones; y, que deriva, en una fatal exuberancia en el lenguaje. Si necesitan conocer la causa de este mal extemporáneo, no es más que el efecto que sobre un alma viva produce un concierto extraordinario.

Un concierto incluido dentro de la programación del XVI Festival Medieval d'Elx, que el pasado sábado a las 21.30 h. en el Gran Teatre, puso frente al público al cantaor Arcángel (Huelva, 1977), al viola da gamba Fahmi Alqhai (Sevilla, 1976), al tocaor Miguel Ángel Cortés (Granada, 1972) y al grupo Accademia del Piacere, reunidos en el espectáculo "Las idas y las vueltas: músicas mestizas (la música del renacimiento y la nueva España en diálogo con el flamenco)". La obra, estrenada en el Palacio de Carlos V durante la última edición del Festival Internacional de Música y Danza de Granada, pliegue tras pliegue, elevó sobre el escenario un monumento musical. Un enorme origami cuyos vértices alcanzaron, hacia lo hondo, un espectro abisal; y, hacia la luz, la sombra de un querubín.

Una ejecución pasmosa, una interpretación brillante, un muro de sonido cegador y un repertorio exquisito, en el que fueron insertando decenas de referencias y nombres propios: la toná, la seguiriya de Jerez, la cabal, la folía, las xácaras, la vidalita, la milonga, la mariona, el canario, el romance, la guaracha, la guajira o la bulería. Y en lo que al flamenco le concierne: Morente, Marchena, Pericón, Valderrama, Juan Talega, Chacón, El Mojama, Manolo Vargas, Mairena o El Fillo.

Arcángel y Fahmi Alqhai oficiaron como maestros de la ceremonia. Y fueron tantos los momentos de comunión y de extrema unción, que se hace difícil destacar uno. Valga como ejemplo, la interpretación de Las morillas de Jaén. Siguiendo la conexión Lorca-La Argentina-Carmen Linares, la pieza devino en un festín que enlazó sobre la base de un romance medieval -escuchen, si lo desean, la versión de Jordi Savall en la obra colectiva Isabel I, Reina de Castilla- una malagueña-granaína que se fue abriendo y cerrando al canto de "No tengas miedo, amor mío/que cuando más lo sospechas/más bello es el desafío". Mientras la garganta del cantaor exhumaba el zejel, el jaleo extremeño, la soleá o la bulería; iba jugando sobre la melodía de la canción popular -en un viaje de ida y vuelta, adelante y atrás- donde asaeteaba las coplas del repertorio flamenco. En la creación colectiva, los once músicos, transmutaban lo primero y lo último alcanzando un lenguaje de una contemporaneidad incontestable: "Tres morillas me enamoran/en Jaén, /Axa y Fátima y Marién".

Y con todo, pesa dejar fuera de la narración la recreación de la seguiriya flamenca o los arreglos de la guitarra de Miguel Ángel Cortés en la interpretación de las alegrías. Apartar, de igual modo, la descripción de las texturas sonoras, de la cadencia, de la instrumentación. El juego de voces y cuerdas o el clima que la gravedad de la viola da gamba proporcionó al cante.

Les advertí. Ni una imagen vale más que mil palabras, ni mil palabras les conducirán a vivir la experiencia. La música es la música, como un rosa es un rosa. Y el lenguaje -excúsenme- tiene sus límites. Hago responsable a Stendahl, a la belleza, a lo inasible, a la pasión y al quebranto. Y sufro sus consecuencias. Pídanle cuentas al arte. Yo haré lo propio.