La gloria debe parecerse a esto, debió pensar José Mari Manzanares durante la tarde de ayer. La gloria del toreo atenazada con dedos temblorosos, con la mano izquierda y sus tendones dichosos, con el corazón caliente y con la cabeza tan fría como pletórica. La gloria debe tener el sabor a salida a hombros de enfervorecidos aficionados que te procesionan en volandas como al Cristo de Santa Cruz el Miércoles Santo bajando la cuesta de San Rafael. La gloria debe saber a ambrosía después de un invierno de Calvario en el que la posibilidad de dejar la profesión, casi la vida, se ciñó sobre su mano izquierda entumecida. La gloria y el toreo, sí, señores, el toreo despacio, acompasado, mecido, de un Manzanares emborrachado de temple y tersura. Dirán que todas las muletas están hechas del mismo material. La suya, no. La suya de ayer fue seda pura en cuanto toreó, en cuanto planteó, en cuanto se inventó. Hubo derechazos en tandas incalculables de recorrido infinito.

Hubo naturales tan recreados en su propia suerte que se fundieron en una voz unísona en el tendido, loco por momentos. Hubo duende en la improvisación graciosa. Sinfonía inacabada de un ángel del toreo. "Es de Alicante y se llama Manzanares". Ayer, más que nunca, recordé mi primer titular para él. Y lo volví a sentir. El azul de su vestido, turquesa de cielo, que recordaba a nuestro Mediterráneo. Otro día tocará criticarle, que así es la vida. Pero hoy, tras la borrachera de toreo quebrado, acompasado, de cintura rota y muñecas almibaradas, hoy toca la lírica. ¿Empalagosa? Quizá, quién sabe. Quizá tanto como el toreo que tuvimos la dicha de contemplar ayer. Contemplar, sí, ya lo dijo Bergamín. "Dar crédito a los ojos", eso es lo que hacían los miles de aficionados que rompían sus gargantas y las palmas de sus manos.

Y un gran toro, sí, el tal "Arrojado" de Núñez del Cuvillo. También lo fueron primero y sexto, pero él aguantó mucho, y a la velocidad y con la clase que sueñan los toreros. Sobre todo en Sevilla. Habrá críticas a su indulto, no cabe duda. Por el tercio de varas, más bien justo, y sobre todo, por la filosofía que encerró su juego. Lo cierto es que ayer se hizo historia, al ser la primera vez que se le perdonaba la vida a un toro en la Maestranza. Se habla de un novillo en 1968 de Albaserrada. Habrá que confirmarlo.

Quedaba cumplir el expediente de la oreja para encumbrarse, y Manzanares salió al sexto con la certeza de que la sinfonía iba a seguir. Y así fue. Se podrían solapar ambas faenas y quedaría el óleo imperecedero de una gran obra de arte. Firmada, además, con una rotunda estocada. Dos orejas, y dos simbólicas del tercero, cuatro apéndices que le abrían de par en par la Puerta del Príncipe.

Con todo esto, la labor de Julio Aparicio, desdibujado toda la tarde, y Morante, desacoplado salvo en un precioso quite a la verónica al que abrió plaza, son lo de menos. Porque la gloria vestía de azul cielo y oro, y la llevaba Manzanares en la yema de sus dedos. Porque la gloria, José Mari, debe ser algo parecido a lo que tuviste la suerte de vivir ayer. Enhorabuena, Maestro.