El macho de fragata hincha el buche para impresionar a la hembra

Nunca había visto unos seres tan desinhibidos y tan poco pudorosos. No sé si lo que pretenden es que aprendamos de sus técnicas sexuales o que les importa un pepino la presencia humana, pero el caso es que visitar las islas Galápagos es una invitación a la contemplación de unos asombrosos rituales amorosos que se prodigan por las distintas islas y a la vista de todos. Las diferentes especies van a su royo y les importa un comino que haya curiosos o mirones contemplando escenas que se suponen íntimas.

El piquero de antifaz en plena danza sexual

Situadas a unos mil kilómetros de la costa de Ecuador, a cuyo país pertenecen, llego a las islas Galápagos tras dos horas de vuelo desde quito con una pequeña escala en Guayaquil. El avión aterriza en Baltra, quizás la única isla sin ningún interés ecológico ya que su fauna fue arrasada al ser utilizada como base norteamericana durante la Segunda Guerra Mundial, y ahora es aprovechada por el ejército ecuatoriano. En el reducido aeródromo me toca esperar una hora ya que aunque se ven varios funcionarios, sólo uno se ocupa de revisar y sellar los pasaportes, con una gran parsimonia, del centenar de turistas que llegamos al archipiélago. Los trámites incluyen el pago de 100 dólares como tasa de entrada a las islas a todos los extranjeros.

Una hembra de albatros incubando los huevos

Desde el aeropuerto hasta el pequeño puerto de la isla apenas hay cinco minutos en un trayecto que hago en un autobús que parece concebido para enanos por el reducido tamaño de sus puertas. Tengo curiosidad por saber cuál va a ser la primera muestra de la fauna de las Galápagos y pronto obtengo la respuesta. Se trata de pelícanos, varios de los cuales merodean por el puerto, en el que ya puedo divisar, a un centenar de metros de la costa, a una espléndida motonave que de inmediato deduzco que se trata de la Santa Cruz, la que va a ser mi hogar durante el periplo por las islas popularizadas por Darwin y su teoría de la evolución.

Con unos botes nos trasladan a un grupo de turistas al barco y, de inmediato, me asignan el camarote con dos literas, ya que viajo acompañado de mi mujer. Mi primera impresión, cuando lo abro, es acordarme, por sus pequeñas dimensiones, de los Hermanos Marx y concretamente del celebérrimo camarote de su película “Una noche en la Ópera”. Sin embargo, dispone de todo lo fundamental, está muy limpio y, además, tiene una escotilla que da al exterior.

Un inmenso campo de nidos de los piqueros de patas azules

Apenas tengo tiempo de asearme mínimamente ya que nos avisan desde la megafonía de que el almuerzo está servido. De inmediato constato lo cuidado que está el yantar para los pasajeros. Una amplia y elegante sala acoge el almuerzo bufé con varias especialidades para escoger. Me inclino por varios tipos de ensalada, lasaña como plato fuerte y distintos tipos de frutas tropicales incluyendo la deliciosa granadilla.

Somos alrededor de medio centenar de pasajeros de los 80 de capacidad máxima del buque. Tras la comida me presentan a los que van a ser mis compañeros de grupo. Somos siete en total, los únicos que hablamos español, tres españoles, dos mexicanos y dos chilenos. Durante toda la travesía estaremos asesorados por una bióloga que nos explicará todo lo que queramos saber de la fauna de estas islas. El resto, casi la totalidad del pasaje, son angloparlantes, en su gran mayoría estadounidenses. Pregunto a uno de los guías si es normal tan reducido porcentaje de hispanoparlantes en un tour por unas islas ecuatorianas y en un barco con bandera y tripulación también ecuatoriana, y me responde, ante mi sorpresa, que “siete entre 50 pasajeros es un porcentaje muy alto de hispanoparlantes, ya que en bastantes ocasiones no hay ninguno”. En el ranking de visitantes el primer lugar lo ocupa Estados Unidos, seguido de los alemanes. Españoles somos muy pocos pero menos aún los propios ecuatorianos, para cuya inmensa mayoría su poder adquisitivo les impide visitar las famosas islas.

El confiado piquero de patas azules

Tras un breve descanso después de la comida pronto estamos dispuestos para efectuar la primera escala, de la que somos advertidos por la sirena del barco. Como el calado le impide acercarse a la costa, los desembarcos siempre se efectúan en lanchas, siendo obligatorio el uso del chaleco salvavidas. La primera isla que vamos a pisar se llama Seymour Norte, y nos explican que el desembarco va a ser “seco”, lo que significa que no nos vamos a mojar ya que pondremos pie directamente en tierra firme, más concretamente en los acantilados, para lo cual hay que dar un pequeño salto.

Apenas doy los primeros pasos y recibo un gran impacto: tengo prácticamente a mano a lobos marinos, iguanas y aves de distintas especies que “pasan de mí” y de todo el grupo de visitantes, ignorándonos y sin inmutarse. Un espectáculo sorprendente que ha hecho famoso al archipiélago y lo ha convertido en uno de los escasos zoos naturales del mundo, donde los animales no extrañan a los humanos, a pesar de las felonías que les han hecho, hasta el punto de casi extinguir algunas de las especies de fauna en este paraíso.

Las iguanas de Galápagos son las únicas marinas

Paseo dos horas por la isla por un sendero perfectamente indicado, del que no te puedes salir, pero que permite contemplar, prácticamente a unos centímetros, a casi toda la fauna. Mientras camino veo a lo lejos un ave fragata macho con el buche rojo hinchado lo que delata que se encuentra en plena ceremonia de exhibición para poder seducir y aparearse con la hembra. Unos arbustos me impiden su perfecta visión desde el camino por lo que espero a que el grupo se aleje y aprovecho, por una vez, para salirme de la senda y acercarme para poder fotografiar tan bello espectáculo. El Macho se enciende mientras la hembra trata de disimular tan llamativo reclamo de lo que soy testigo presencial en primera línea sin que ninguno de los dos se inmuten por mi proximidad. Tras ser testigo de toda la ceremonia y de el apareamiento final aligero el paso y me reintegro al resto de compañeros del tour como si no hubiera pasado nada.

No menos espectacular me parece la ceremonia nupcial de los piqueros de patas azules, que contemplo a un centenar escaso de metros de la anterior. La pareja de aves se corteja junto al camino abriendo sus alas, frotándose sus picos y realizando una serie de danzas sin importarle lo más mínimo la presencia humana. Incluso realizan la cópula sin el más mínimo pudor, sin importarle el masivo disparo de las cámaras de los turistas que observamos asombrados el espectáculo. Casi parece que lo están haciendo adrede para presumir de sus técnicas de seducción . Mientras unos piqueros aún se cortejan, otros ya van mucho más adelantados y se encuentran en la fase de alimentar a sus crías, completamente cubiertas de un plumón blanco.

Aunque la mayoría son negras en algunas islas hay iguanas rojizas

También en Seymour Norte contemplo las primeras iguanas marinas. Aunque su aspecto no es encantador, hasta los más alérgicos a estos reptiles terminan por sentir cierta simpatía por su total docilidad, hasta el punto de que puedes aproximarte todo lo que quieras sin que hagan el menor signo de defensa. Me tropiezo con una gran cantidad de ellas, casi amontonadas, en los acantilados de la isla, desde donde se lanzan al mar en el que se mueven con soltura y nadan con gran maestría. Son la única especie de iguana marina. En estas islas son de color negro pero en otras contemplaré ejemplares en atractivos tonos rojizos y verdosos.

Regreso al barco casi incrédulo de lo que acabo de ver y tras un rápido aseo reclaman la presencia en la sala de proyecciones para explicarlos con imágenes esta especie de arca de Noé que es el archipiélago de Galápagos. A continuación sirven la cena. Para los que les gusta el buen yantar diré que entre las opciones que me ofrecen me inclino por una sopa y una sabrosa corvina con guarnición, sin más añadidos porque no me gustan las cenas copiosas. El barco permanece anclado hasta la madrugada, y cuando todos dormimos, reemprende la marcha, de modo que a la hora del desayuno ya tenemos a la vista la siguiente isla a visitar, que es Hood o La Española, los dos nombres por la que se la conoce, uno en inglés y otro en español, al igual que el resto de las islas. Nos comunican que en esta ocasión el desembarco es “mojado”, por lo que debo proveerme de una toalla y ponerme el bañador, además de colocarme el salvavidas, obligatorio cada vez que hacemos uso de los botes. Una zodiac nos deja en la playa, a pocos metros de la orilla y allí mismo nos reciben, jubilosos, los leones marinos, todos inofensivos con la única excepción de los engreídos machos, cuyo aspecto hace honor a su nombre. También se nos recomienda precaución con las hembras que tienen crías muy pequeñas.

Desde la motonave, al fondo, se llega a las islas en una lancha

Me asombro de ver, expandidas por la arena de la playa, a numerosas crías solitarias, algunas de ellas de apenas unos días de vida, que se arrastran torpemente y lloriquean reclamando la presencia de la madre. Es tal la confianza de los animales con los humanos en Galápagos que hasta una especie tan huidiza como los cangrejos, de distintas tonalidades rojizas y azules, se muestra impasible y sólo se espantan cuando ya estás encima de ellos. Sigo caminando por una parte rocosa y me llevo un buen susto cuando piso fortuitamente a una iguana porque su color negruzco se confunde con las rocas. Afortunadamente todo queda en el susto.

Siguiendo al grupo, del que casi siempre voy rezagado para poder sacar imágenes con más tranquilidad, prosigo por una senda que parte de la playa y que en apenas unos metros de subida me permite contemplar un espectáculo sobrecogedor: cientos de aves, principalmente variedades de los piqueros, han convertido toda la superficie de la isla que alcanza la vista en un inmenso criadero, donde se agolpan aves y crías en distintas fases de crecimiento, incluyendo las recién nacidas y otras ya con las plumas sustituyendo al plumón, así como huevos en plena fase de incubación. Tengo que caminar con mucho cuidado para no dañar ninguna forma de vida e incluso me tengo que desviar de la senda porque una madre se niega a ceder el paso a los “invasores” humanos.

Paisaje de una isla de galápagos con dos piqueros en primer plano

Hasta las lagartijas, que siempre huyen espantadas cuando notan la presencia humana, son confiadas y tranquilas en estas islas, de forma que las pueden fotografiar tranquilamente porque ni se inmutan con mi llegada. Con todo, lo más llamativo para mí de La española son los alcatraces de Galápagos, una especie autóctona que sólo se aparea y cría en esta isla. Cuando visitó el lugar apenas hay una docena de parejas pero parece que me están esperando ya que cuando me acerco las parejas reanudan sus delicados duelos de esgrima con sus largos picos en otra ceremonia nupcial llena de sensibilidad y encanto y completamente distinta a las anteriores. Me llama la atención el gran tamaño las crías, mucho mayor que el de una gallina.

Prosigo la marcha y llegó a una zona de acantilados que las olas golpean con gran violencia deparando un curioso espectáculo similar al de un géiser, que se produce cada vez que rompe una ola sobre una roca. Es una atracción muy famosa y que ha sido bautizada como el “surtidor”. En mis caminatas me tropiezo con conchas de caracolas de vistosos coloridos, pero hay una norma de obligado cumplimiento en Galápagos, que hay que respetar a rajatabla, y que se refiere a que absolutamente nada te puedes llevar de las islas, ni siquiera una piedrecita. Otra norma complementaria es la contraria, puesto que tampoco puedes arrojar ningún tipo de desperdicio, incluso aunque sea orgánico y perecedero. Por supuesto que está prohibido fumar en todo el territorio. Termino el recorrido y regresamos todos a la motonave para el almuerzo. El menú que elijo se compone de pinchos de langostinos, ensaladas varias, corvina a la plancha y frutas tropicales.

Las tortugas galápagos son de gran tamaño

El barco retoma la marcha y por la tarde llegamos a Floreana. La nota graciosa del día la dan una pareja de japoneses, que no entienden ni jota de inglés, por lo que no se enteran de nada. Tal es su despiste que cuando nos indican que vamos a bajar del barco para bañarnos en la playa de Floreana, una de las más bonitas de Galápagos por su fina arena blanca, se ponen sus mejores galas, él con traje y corbata y ella con un elegante vestido, y ambos con brillantes zapatos. Pena da verlos, de esta guisa, al bajar de la zodiac con el agua hasta la cintura, y después, deambulando por la playa, y poniendo cara de póker al cerciorarse de que no íbamos a celebrar ninguna gala.

En Floreana nada más poner pie en la playa voy al encuentro de un abundante grupo de lobos marinos sumamente dóciles hasta el punto de que los acompaño cuando se hacen a la mar y buceo con ellos mientras se aproximan hasta prácticamente rozarme. Floreana no es especialmente rica en fauna, salvo algunos flamencos y otras especies de aves aunque en pequeño número. Esta isla llegó a estar habitada y conserva el misterio de unos asesinatos y desapariciones de algunos de sus moradores, lo que ha alimentado hasta una leyenda al respecto. Para cenar elijo pastel de pescado y pato en salsa.

Un pelícano de las Galápagos

De nuevo el barco aprovecha la madrugada para la navegación y a la mañana siguiente ya tenemos frente a nosotros a la isla de Santa Cruz, la que acoge al núcleo de habitantes más numeroso, concentrado en la localidad de Puerto Ayora. Tras el desembarco, esta vez en el mismo puerto, vamos a la búsqueda de los animales que han dado nombre a las islas, las tortugas gigantes o galápagos. Tras unos kilómetros en autobús por una de las escasas carreteras de las islas, proseguimos la ruta andando por una zona con densa vegetación, contrastando con la aridez del resto de islas visitadas. Tras casi una hora de búsqueda, acertamos a ver a lo lejos una especie de manchas negruzcas entre el follaje que primeramente pensamos que son rocas pero que al aproximarnos descubrimos que son gigantescos ejemplares de galápagos. Son tan tímidos, pese a su gran tamaño, que apenas nos acercamos esconden su cabeza en la inmensa concha. Sin embargo, basta una pequeña espera y dejar una distancia mínima para poder contemplarlas desplazándose cansinamente y ramoneando la hierba.

Una cría de foca peletera

Tal docilidad ha sido la causa de su casi extinción, puesto que quedan muy pocos ejemplares y sólo en esta isla, cuando llegaron a haberlas a miles en todas ellas. Balleneros, piratas, aventureros y otros “especímenes” se cebaron con ellas y las cazaban por centenares para llenar las bodegas de sus barcos y poder alimentarse durante las largas travesías ya que estos animales pueden sobrevivir hasta un año sin apenas alimentarse. Ahora, para preservar la especie de la extinción, se ha constituido una estación científica dedicada a la cría en cautividad de estas tortugas, que son devueltas a la libertad en cuanto su tamaño garantiza que no serán devoradas por otros depredadores.

Lobos marinos junto a los acantilados

Regreso al barco y la tripulación nos obsequia con un recital de música andina interpretado por un grupo ecuatoriano. Tras el concierto, el barco pone rumbo hacia la Rábida o Jervis donde en la caminata de turno me encuentro con la mayorías de la fauna ya vista en otras islas pero destacando, por su gran número, los pelícanos, que han elegido este lugar para sus criaderos. En una pequeña laguna hay flamencos de un intenso color rosa. Mientras voy por la playa también me tropiezo, por primera vez, con un pingüino, que marcha en solitario por las rocas. Poco después vería alguno más, aunque no muchos, ya que no abundan. Son de una especie muy similar al pingüino de Magallanes, que ya los vi a miles en Punta Tombo, una pingüinera de la Patagonia argentina.

La motonave Santa Cruz cuida mucho el yantar

Tras una comida de típicos productos ecuatorianos, el crucero se pone en marcha en dirección a la isla James, Santiago o Salvador, que por estos tres nombres se la conoce. Lo más destacado de esta isla es la presencia de los escasos ejemplares que han sobrevivido de una de las especies más perseguidas de Galápagos por la gran calidad de su piel, hasta el punto de ser conocidas como “focas peleteras”. La rapacería humana casi acabó con ellas ya que son tan dóciles y confiadas que permanecen inmóviles y basta con un garrote para cazarlas. Se distinguen de los lobos marinos porque son más pequeñas y porque su mullido pelaje es muy llamativo. En esta isla la abundancia de iguanas es tal que se agolpan y amontonan a centenares por la costa.

Lobo marino

Esa noche se celebra la cena de despedida ya que aunque hay programas de siete días para recorrer todas las islas importantes, yo me he conformado con el de cuatro, dado el elevado precio de este tour. Como casi siempre, entre carne y pescado me quedo con esto último. A la mañana siguiente amanece un día gris, muy frecuente en el archipiélago durante gran parte del año. Me entristece ver que ya estamos en la isla de Baltra, a punto de desembarcar para trasladarnos al aeródromo y concluir tan grato viaje, uno de los contados cruceros que he hecho, porque difícilmente se pueden visitar las Galápagos de otra forma.

Entrada al parque nacional de Galápagos en la isla de Santa Cruz

Este viaje data de 1993

Todas las imágenes de Manuel Dopazo