Niño perdido en un bosque de Hokkaido. Llevan tres días buscándolo, y no aparece. Tiene sólo siete años de edad y en el momento de su desaparición no llevaba alimentos consigo. El bosque está lleno de osos salvajes.

Tiene la edad de mi hijo pequeño. En fin, la pesadilla está servida y no puede ser más cruenta. El por qué de toda esta película de miedo; el niño fue castigado por sus padres por tirar piedras desde el coche a otros turistas.

Ayer, mi hijo pequeño hacía algo parecido. Lanzaba palabrejas a los viandantes desde el alza en el que va cómodamente sentado en el coche. Sin el alza la ventanilla le llega a la altura del flequillo. Le encanta llevarla abierta, y hacer de las suyas. Hablar con la gente que desconoce, sobretodo motoristas, y regalarles algún que otro comentario graciosillo. Le parece excitante. Si se pasa, pienso, tierra trágame. Le corrijo y trato de quitarle importancia. O de darle la importancia justa. El otro día, una amiga me habló sobre la liviandad. Fue una gran enseñanza. La liviandad es otorgar a las cosas el peso justo que tienen, ni más ni menos. Y tras mucho reflexionar me he dado cuenta de la importancia que tiene esta cualidad en la vida, en la pareja y también a la hora de educar a los más pequeños y encajar las constantes pruebas a las que nos someten.

Son niños pequeños, movidos, con los que hay que tener una paciencia infinita pero, desde luego, nunca se me ocurriría abandonar a nadie en un bosque lleno de osos salvajes. Imagino que los padres de este niño estarán sufriendo lo indecible pero, sin duda alguna, se han pasado cuatro pueblos. Carecen de liviandad, y de sentido común alguno. Es cierto que la cultura japonesa es muy diferente y que mi mirada es occiental. Tal vez allí toda esta historia se vea con otros ojos.

La pedagogía contemporánea sostiene que el castigo como concepto está obsoleto. Los actos de los niños deben tener consecuencias pero en ningún caso debería castigarse. Los niños que son castigados a menudo pueden convertirse en niños más rebeldes y estigmatizados. El abuso del castigo puede crear un sentimiento de culpa crónica en el niño que puede llegar a creer que es malo y que siempre merece ser castigado. En cualquier caso, si se decide castigar debería hacerse de forma proporcional a la ofensa cometida.

El castigo al que ha tenido que enfrentarse el pequeño Yamato Tanooka adquiere tintes cercanos al homicidio, homicidio no intencionado, pero homicidio a fin de cuentas. (El niño tiraba piedras a los turistas, ¿y se le condena a la posibilidad de perderse en un bosque y ser devorado por los osos? Vaya sentido de la proporción...).

Desearía que ese bosque fuera un bosque mágico y que el niño hubiera sido adoptado por una tribu de guerreros y que lo estuviera pasando pipa saltando de un árbol a otro, aprendiendo a volar ó a disparar en arco. Ojalá ese niño se haya desprendido de sus ropas occidentales y se haya dejado pintar el cuerpo con hermosos adornos de Henna. Y que vista ropa de ante y luzca plumas en el pelo. Tal vez se haya hecho amigo de una pequeña guerrera con cabellos caoba. Ojalá ambos terminen enamorándose, y vivan un amor profundo y frondoso como el bosque.

Tal vez esos osos no sean tan salvajes, y sólo sean guardianes del Bosque. Y se comuniquen con las distintas tribus: los hombres delfín, los hombres pájaro y los hombres mono. Tribus que conviven en paz en ese lugar remoto y mágico de la isla de Hokkaido. Y que en las frías y húmedas noches se reúnan en torno a una hoguera a contar historias, cuentos sobre otras personas que fueron devoradas por el bosque, y que lejos de morir, crecieron a una vida más plena. Cuentos sobre padres que lejos de castigar enseñan a sus hijos a amarse, y a amar la vida.

Ojalá el pequeño Yamato Tanooka, abandonado a los pies del Monte Komagatake como medida disciplinaria por su mala conducta, haya sobrevivido.