Foto de Lucía Martínez

Como cada mañana la perra y la gata se suben a la cama para darle los buenos días mientras la luz se cuela por los agujeritos de la persiana. Los animales le transmiten esa energía de amor incondicional que la desarma. La huelen, la escuchan, la esperan, la aceptan y acompañan sin más.

Su habitación tiene la cama arriba y el lavabo abajo. Ambos conectados por una escalera de madera. Siempre que baja piensa que tropezará. Es uno de sus pensamientos recurrentes. Pero lo cierto es que en diez años ha bajado infinitas veces y nunca se ha caído. Ni siquiera cuando bajaba agotada con su hijo en brazos tras una noche de fiebre de esas que parecen interminables.

Siempre pensó que no llegaría a los cuarenta y se prometió a sí misma que si por algún casual llegaba, sería la mujer que quería ser. Sin embargo, en el camino se enfrentó a varias batallas; tuvo que renunciar a muchos de sus sueños, y encima no había conseguido engancharse al gimnasio: aquellas absurdas máquinas la hacían sentir como un hámster.

Con los niños no era nada fácil. Se entregaba al doscientos por cien, y cuando se iban con su padre experimentaba algo parecido a una descompresión. Entonces volvía a conectar con la adolescente que también era y comía a deshoras y se perdía bajo la lluvia por los callejones del barrio viejo. ¡Cómo costaba reconocerse sin ellos! Aceptar aquella soledad tan puta como milagrosa. Una soledad que ella llenaba de incienso y de música. Ella, la reina del bullicio, del follón y del caos, era empujada por la vida a lidiar con el silencio más absoluto.

Pero hay muchos tipos de soledad. Todo un catálogo lleno de opciones; unas son de mejor calidad que otras. Algunas dan miedo. Otras muestran bonitas texturas. Algunas son oscuras, otras grisáceas. La suya era una soledad muy a su medida porque llevaba tiempo bordándola.

De niña la sintió como algo pesado, denso, y frío que a veces molestaba y cambiaba el color de las cosas. Y a pesar de rodearse de gente, aparecía cuando menos lo esperaba. Ella trataba de espantarla pintando mariposas, escribiendo canciones, o bailando los temas de Michael Jackson.

De joven hizo mil tonterías para confrontarla, y cuando se dio cuenta de que no podía librarse de ella se propuso vencerla. Sabía que no le quedaba otra. Entonces se obligó a viajar sola, y a encontrar un buen equilibrio en la distancia. Y lo logró. Consiguió que la soledad fuera una especie de amiga muda que le acompañaba allá donde fuera.

Pero la familia parecía la forma más seductora y dulce de librarse de ella. Y decidió formar una. Al principio todo fue bien. Parecía como si, por fin, su soledad hubiera quedado encerrada en el armario de la ropa de invierno. Los veranos en la playa, el papá Noel y los reyes magos…la ilusión de los niños lo inhundaba todo. Pero al cabo de unos años él empezó a mirarla como quien mira a una perra vieja. Y una soledad distinta invadió la casa. La soledad del desamor. Era una soledad punzante que se clavaba en el vientre. Una de esas que te deja tumbada sin ganas de levantarte de la cama.

Entonces corrió a abrir el armario de la ropa de invierno y liberó su soledad de siempre que, en comparación, le parecía un auténtico paraíso. Y se sentó con ella a desayunar tostadas con mermelada de arándanos. Luego llegó la gata, y más tarde la perra. Y esa, su hermosa soledad compartida, al menos ya no se le clavaba.