Un escultor compró el Azor, (yate donde Franco se entrevistaba con sus aduladores y donde, cañas prestas, se daba al regodeo con el atún azul) para convertilo en un dado de chatarra, dotándolo, después de tantos quehaceres, de una magia particular: la misma que tienen los cubitos de caldo de carne o de pollo gallina blanca. El Azor pues, símbolo de prestancia de un marinero en tierra, queda constreñido a su propia historia de mamparos de hierro, de hábitat de tiranos.

Franco había mandado poner un lanza arpones ballenero en la proa: a Franco le atraía la posibilidad de arponear todo lo que se movía. Felipe González, en sus vacaciones de verano de 1985, ordenó eliminar el pistolón mata cetáceos. A Felipe, que dijo que aquello era patrimonio del estado y navegó de Rota a Lisboa en el susodicho, se le olvidó que todo lo que tocaba el sátrapa acababa oliendo a mierda. Y se enfangó en mierda, claro está: críticas y más críticas.

Arrinconado el barco en varadero, acabó sus días en 1992. Un romántico del fascismo lo adquirió por casi cinco milloncejos de la época y se lo llevó a Cogollos, en Burgos. Allí, desarmado y cautivo el ejército rojo, el yate Azor alcanzó sus últimos objetivos, convirtiéndose en barco hotel. El fracaso del asunto hostelero acabó en desidia y desinterés, símbolo otra vez de lo que representaba: fascio ajado de óxido repleto de ratas.

Aristócratas, empresarios y señoritingos postín ya estaban al acecho de otro barco, Fortuna se llamaba, dónde un preparado navegante apellidado Borbón, los ponía en la senda correcta del arribismo.

Fernando Sánchez Castillo, artista, convirtió la nao ignominiosa en una obra de arte chatarril. Me gusta así, un cuadrado mágico de apreturas. Sólo falta botar la obra artística. Cayendo hasta el fondo del mar, glu, glú, se cerraría el círculo.