La noche ha transcurrido sigilosa e incluso ofreció calor intolerable, pero al despuntar el día el presagio de tormenta muestra lo indómito de la naturaleza. Y ahí permanece él, solitario llenando el teatro, frente al escenario, dispuesto a disfrutar de la obra que los actores comienzan a escenificar. El día se descompone, ventoso y lluvioso pese a ser primavera, y él admira el espectáculo, que enmarcado contempla.
Al principio todo se produce bajo un cielo azul, limpio de ansiedad por donde se desliza alguna nube algodonada. Un viento invisible la espolea, y la conduce de acá para allá. Por un solo segundo ha cerrado los ojos y la nube aumenta volumen como si hubiera desandado sus pasos recogiendo, agrupando la estela de su vida. Todos y cada uno de los árboles en el jardín también son buenos actores danzando en mitad del zarandeo invisible y furibundo que el aire que les sacude les infiere. Hace que los frondosos pinos sientan sus sacudidas y semejen el mar de agujas verdes que oscilan y oscilan. Lo más elegante y elástico de la escena, es sin duda la increíble y delicada interpretación de aquellos tres cipreses que escriben en el cielo, incansables, sin sucumbir al desaliento. Le gusta lo que percibe. Los cipreses son grandes poetas de la épica humana.
Teatro, puro teatro el que representa la vida dándonos oportunidad de seguir sintiéndonos vivos pese a que nuestros muchos años o la fatalidad nos aposente en un sillón de hospital frente a los vidrios de la ventana. Afuera llueve, gime el viento y todo cobra diferente vida. Y él, exhala un hondo suspiro, pues percibe pese al grueso del cristal, el aroma de esas flores mojadas que poco a poco satura la estancia.